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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El Holocausto, un crimen inseparable del nazismo

La afirmación de Netanyahu se enfrenta a hechos que sólo ignoran los negacionistas Cuando Hitler se entrevistó con el muftí de Jerusalén, el genocidio ya había empezado

Guillermo Altares
Británicos y americanos en el campo de concentración de Vittel en 1944.
Británicos y americanos en el campo de concentración de Vittel en 1944. Corbis

Pese a ser uno de los acontecimientos más y mejor estudiados de la historia, sobre el que no acaban nunca de publicarse libros relevantes —KL. La historia de los concentración (Crítica), de Nikolaus Wachsmann, y Tierra negra (Galaxia Gutenberg), de Timothy Snyder, son los dos últimos títulos aparecidos en castellano este mismo mes después de haber logrado un enorme impacto en el mundo anglosajón—, siguen existiendo zonas oscuras en la Shoah. Quedan partes que seguramente nunca se sabrán, quizás porque la propia atrocidad y escala del crimen, la voluntad de exterminar a todo un pueblo, escapa a la comprensión. Pero hay puntos sobre los que existe un consenso general entre los historiadores, que sólo retan los revisionistas y negacionistas. Uno de ellos es que Hitler tenía la voluntad clara de exterminar a los judíos de Europa desde el principio de su carrera política, algo muy presente desde sus primeros escritos. Esto no implica que supiese cómo iba a hacerlo, pero su visión del mundo incluía la aniquilación de los judíos. Otra es que el Holocausto como exterminio industrial de este colectivo es imposible de separar de la II Guerra Mundial, sobre todo de la invasión nazi de los países que albergaban una mayor población hebrea, Polonia, en septiembre de 1939, y la Unión Soviética, en junio de 1941.

La afirmación del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, de que fue el muftí de Jerusalén, Haj Amín al Huseini, quien convenció a Hitler durante un encuentro el 28 de noviembre de 1941 en Alemania de que debía exterminar a los judíos cuando el líder nazi pensaba todavía en deportarlos no sólo contradice la opinión de todos los historiadores serios, sino que se enfrenta a hechos que sólo ignoran los negacionistas. Cuando tuvo lugar la entrevista a la que se refiere Netanyahu, el Holocausto ya había empezado. Por sólo citar un ejemplo, había tenido lugar, el 29 y 30 de septiembre, una de las mayores atrocidades cometidas por los nazis: el asesinato de casi 35.000 judíos en las afueras de Kiev, en el barranco de Babi Yar, en una sola operación de exterminio masivo.

En su correspondencia y en el libro en el que exponía su doctrina política, Mi lucha, Hitler emplea la palabra Vernichtung, exterminio, cuando habla de los judíos. En una carta de julio de 1920, compara al pueblo hebreo con “la tuberculosis racial de las naciones” y afirma que, como tal, debía ser eliminado. Muchos revisionistas mantienen que el hecho de que no se haya encontrado un documento firmado por Hitler que autorice el holocausto le exime de culpa. Casi ningún historiador cree que algo así exista, que las órdenes definitivas fueron orales, pese a que el Holocausto generó una gigantesca cantidad de documentación como si se tratase de otra actividad administrativa más —en esto se basa el concepto de la “banalidad del mal” de Hannah Arendt y los estudios del gran investigador Raoul Hilberg, autor de la obra de referencia La destrucción de los judíos de Europa—.

De los seis millones de muertos que produjo el Holocausto, la mitad más o menos fueron asesinados en campos de exterminio como Auschwitz o Treblinka, en cámaras de gas o forzados a trabajar hasta morir, pero la otra mitad fueron aniquilados por grupos especiales de las SS, los Einsatzgruppen. Estos escuadrones de la muerte empezaron a actuar en Polonia en 1939 y luego se extendieron por toda Europa del Este, especialmente por la URSS. Primero avanzaban las tropas y luego venían estos siniestros grupos cuya misión no era militar ni estratégica. Sólo tenían un cometido: asesinar en masa a los judíos y otros grupos raciales considerados inferiores. Cuando Heinrich Himmler, responsable de las SS y uno de los encargados por Hitler de llevar a cabo el exterminio, vio el efecto que estas ejecuciones masivas producían sobre los soldados, manchados de sangre y restos de hueso después de pasar horas disparando a niños, mujeres y hombres, decidió buscar un método que no destruyese la moral de las tropas. Así surgieron las cámaras de gas que, por otro lado, los nazis ya habían utilizado dentro de su programa de eutanasia.

Ian Kershaw, uno de los grandes historiadores del nazismo, biógrafo de Hitler y estudioso de la Solución Final, afirmó en un diálogo con el periodista de la BBC, Laurence Rees, investigador de los crímenes cometidos durante la II Guerra Mundial, que “las políticas contra los judíos se fueron haciendo más radicales en los 18 meses que pasaron desde la invasión de Polonia hasta la invasión de la URSS”. “Desde el principio los judíos estaban siendo exterminados por miles en la Unión Soviética y en el verano de 1941, a finales de julio o principios de agosto, se tomó la decisión de asesinar también a las mujeres y niños judíos. El genocidio de los judíos fue totalmente central en la invasión de la URSS. Esto llevó, en el otoño/invierno de 1941/1942 al genocidio total de los judíos en el territorio dominado los nazis. Pero la pregunta de si la invasión de la URSS quiere decir genocidio sólo puede ser contestada con un sí”.

El nazismo tuvo desde el principio en su propio epicentro la voluntad de exterminar a todos los judíos y empezó a llevar a cabo las matanzas desde el mismo momento en que tuvo la oportunidad —con la invasión de Polonia y la URSS—. Negarlo es negar la historia y, por lo tanto, la propia Shoah.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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