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El panteón donde coexisten vivos y muertos

Con la idea de no olvidar a sus difuntos, los habitantes de Pomuch, Campeche, exhuman los cuerpos y los depositan en un nicho a la vista de todos

Vídeo: IVAN CASTANEIRA

La señora María Esther tiene 45 años y lleva 30 limpiando a su tatarabuelo muerto. Antes lo hacía su madre, a quien ella acompañaba al panteón para acicalar a sus difuntos, que para el momento ya son 10: tres hermanos (cuates) que murieron de niños, ambos padres, el tatarabuelo, dos abuelos y dos tíos. Ahora a ella la acompañan dos sobrinas, un tío y dos niños pequeños, que ya están aprendiendo y tienen muchas ganas de hacerlo, pero aún no los dejan por temor a que rompan algo. Algún día ayudarán en la labor: Esther empezó a los 10 años.

Con la idea de no olvidar a sus muertos y seguir teniéndolos cerca, los habitantes de Pomuch, Campeche exhuman los cuerpos al cumplirse tres años del fallecimiento; los limpian, los depositan en una caja de madera envueltos en un manto blanco y los colocan en un osario: un nicho de un metro cuadrado en el que los restos quedan a la vista de todos para que sigan acompañándolos.

En la víspera del tradicional Día de Muertos mexicano (1 y 2 de noviembre) los familiares limpian a los suyos para esta festividad: sacan los huesos, cambian el manto por uno nuevo -bordado o pintado-, retiran polvo e insectos de cada pieza con una brocha y los colocan de nuevo en su caja, primero los huesos largos, luego el tórax y en la cima el cráneo. Los devuelven a su osario, les cambian las flores y las veladoras. Pero no todos limpian a los muertos con sus propias manos: algunos pagan 20 pesos a los trabajadores del cementerio.

Se trata de una tradición maya que, mezclada con la religión católica, afianza y legitima el muy mexicano deseo de no dejar ir a quienes mueren. Al fallecer un pomucheño, familiares y amigos lo llevan al cementerio en caravana pero no lo entierran: lo introducen a una bóveda, el sepulturero la tapia y tres años después -a veces un poco más- el cuerpo ya perdió toda su materia degradable y está listo para ser reubicado en el osario, donde descansará al lado de sus familiares, a veces incluso en la misma caja, en el caso de los matrimonios. A algunos, ni la muerte los separa.

La limpieza de huesos empieza alrededor del 26 de octubre y concluye el 30, pues el 31 las familias se dedican a preparar en sus casas la ofrenda, cuyo plato principal es el pibipollo: una especie de tamal con pollo y cerdo, tomate, cebolla, pimientos y chile habanero, condimentado con achiote; envuelto en hojas de plátano y cocido en un hoyo en la tierra. Una vez que los huesos y las ofrendas están listos, los pomucheños abren sus puertas para recibir a las ánimas de los que se fueron y a los visitantes, a quienes se convida la comida de la ofrenda.

"Es la veneración, el cariño hacia nuestros parientes", dice un hombre mientras retira con una brocha el polvo del fémur de su padre, que aún está adjunto a su pie. Antes venía con él a limpiar a sus abuelos, hoy lo hace él y un día será limpiado por alguno que hoy es niño. "A algunos no les gusta, sienten feo", dice María Esther refiriéndose a sus hermanas. Pero yo lo hacía con mi mamá y ahora lo hago con gusto", comenta mientras coloca el tórax de su tío Venancio dentro de su caja. La niña pequeña que la acompaña le pasa un pedazo de piel que se quedó fuera, para que lo meta.

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El panteón de Pomuch está saturado. El encargado de Catastro, Francisco Panti Tuz asegura que no se ha vendido un espacio más para construir bóvedas u osarios desde hace seis años, y para los nuevos fallecimientos se habilitó otro cementerio a 20 minutos del primero. Los espacios solían venderse en siete mil pesos, cantidad que muchos no pueden pagar, por lo que los propietarios de bóvedas las alquilan para que permanezca el muerto tres años y después se vaya a su osario, cuyo costo es mucho menor: sólo lo que cobre el albañil por construirlo.

Sin embargo, nadie sabe con exactitud cuántos muertos hay en el panteón principal. Ni el encargado del lugar, Alfonso Hernández, ni el gobierno municipal. Y ello pese a que en México la exhumación de cadáveres es una práctica regulada por el Poder Judicial: se requiere un permiso de Ministerio Público y la persona que desea exhumar debe argumentar la razón por la que se extraerá el cuerpo, así como contratar servicios de fumigación durante la exhumación. Pero en Pomuch es mucho más sencillo: sólo se requiere un acta de defunción al morir y una constancia de exhumación que expide el gobierno municipal. Durante los últimas dos administraciones (2009-2015), el Catastro municipal tiene registro de 234 fallecimientos y 103 exhumaciones, lo que significa que no todos exhuman a sus muertos. Es una tradición, pero depende de las preferencias de cada uno: algunos creen que el muerto no descansará si se manipula su cuerpo, otros simplemente temen el robo de sus restos, por lo que optan por dejarlos emparedados.

Pomuch demuestra que Guanajuato no es el único estado en México que tiene momias. Las del panteón de Pomuch son pocas, pero con un notable grado de conservación, como Mónica, a quien Alfonso Rodríguez llama cariñosamente "la mudita": desde la cintura hasta el cabello, está casi intacta. Para poder meter a las momias en sus osarios es necesario que quepan en su caja, así que don Alfonso corta los cuerpos cuando quedan enteros, con un cuchillo simple de cocina. "Aquí está el corte, mire", dice mientras levanta con delicadeza pero con confianza el medio cuerpo de Mónica.

A la pregunta "¿por qué algunos se momifican y otros no?", el sepulturero de Pomuch responde: "Es su destino".

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