_
_
_
_
_
NADA ESCRITO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La vida en Día de Muertos

El reverso de la velocidad no es la lentitud, sino la muerte

Juan Villoro

En la Ciudad de México, el pasado Día de Muertos giró en torno a la locomoción: las multitudes se desplazaron como ánimas en pena mientras los heraldos de la Fórmula 1 ejercían la alta velocidad. Las masas se congregaron para estar quietas y la circulación fue el privilegio de los especialistas. Todo giró en torno a La Huesuda, deidad profana que aconseja no apresurar las cosas, o solo hacerlo por deporte.

Vivo junto a la concurrida plaza de Coyoacán. Durante tres días salir de casa significó constatar que sobran zombis y todos tienen coche. Era más fácil avanzar de rodillas que en transporte. El espacio público se transformó en un más allá saturado por capitalinos vestidos como La Catrina, esqueleto inmortalizado en un mural de Diego Rivera.

Después de 23 años, el Gran Premio de México resucitó en la víspera del Día de Muertos. Su éxito fue absoluto

Curiosamente, el lema que José Vasconcelos ideó en 1923 para pintar murales en el menor tiempo posible parece tomado del automovilismo: “Velocidad y superficie”. El concepto aún tiene vigencia en el Autódromo Hermanos Rodríguez, paraíso sin semáforos, pero resulta inviable en el resto de una macrópolis con más de cinco millones de automóviles.

Nada más lógico que un deporte extremo se celebre durante el puente de Muertos, ceremonia de la supervivencia. Como nuestro tráfico prefigura la eternidad, la Virgen del Tránsito ha duplicado sus funciones: ayuda a pasar a mejor vida y concede el milagro de la vialidad.

El Gran Premio regresó a México como la utopía donde la aceleración es posible. En 1966, cuando tenía 10 años, mi padre me llevó a la justa. Después del arranque, perdí interés en la carrera. Mientras mi padre anotaba las posiciones de los líderes a lo largo de setenta vueltas, yo mataba hormigas. La jornada se volvió inolvidable porque se averió el coche de Jim Clark, quien dominaba la Fórmula 1 con la escudería Lotus-Climax. El piloto bajó de su auto cerca de nosotros. Vimos sus ropas sucias y la mirada de quien no tiene meta. Ignoró nuestros vítores y caminó rumbo a un destino que dos años después se volvió fatal: murió en una carrera de Fórmula 2, en Hockenheim, Alemania.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

El Autódromo Hermanos Rodríguez tenía entonces un aspecto rústico; a tal grado que entre los espectadores se encontraban perros. En 1970, Jackie Stewart, campeón vigente, atropelló un perro callejero y México fue inhabilitado como sede. La alta velocidad regresó de 1986 a 1992; luego, el Distrito Federal volvió a despedirse de la arcadia donde se avanza de prisa.

Solo un ruso agobiado por los rigores del invierno podía componer La consagración de la primavera. En forma equivalente, sólo una ciudad colapsada como el DF idolatra tanto la velocidad.

Después de 23 años, el Gran Premio de México resucitó en la víspera del Día de Muertos. Su éxito fue absoluto, no sólo por la organización y los ingresos, sino por la pasión de la gente, dispuesta a ver coches que, asombrosamente, se mueven.

Un amigo que sobrevivió a un infarto suele pedirme que coma lo que él tiene prohibido. Su apetito se ha vuelto vicario y se sacia con la voracidad ajena. Lo mismo ocurre con quienes pasaron horas en el tráfico para asistir a la épica de la rapidez.

Como otros virtuosos de la aceleración, Jim Clark acabó en una nube de fuego. De niño me impresionó su tristeza al borde de la pista. Quizá sólo estaba decepcionado por abandonar la competencia, pero caminaba como si ya conociera su futuro y supiera que el reverso de la velocidad no es la lentitud sino la muerte. Ya vencido, anunciaba lo mismo que mis vecinos disfrazados de esqueletos: no hay que llegar a la meta.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_