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Lo que queda tras el diluvio

Crónica de una filtración que generó un gran debate en el mundo occidental

Javier Moreno
De izquierda a derecha, Bill Keller ('The New York Times'), Sylvie Kauffman ('Le Monde'), Javier Moreno ('El País'), Alan Rusbridger ('The Guardian') y Georg Mascolo ('Der Spiegel'), en un debate sobre las filtraciones en Madrid en 2011.
De izquierda a derecha, Bill Keller ('The New York Times'), Sylvie Kauffman ('Le Monde'), Javier Moreno ('El País'), Alan Rusbridger ('The Guardian') y Georg Mascolo ('Der Spiegel'), en un debate sobre las filtraciones en Madrid en 2011. Bernardo Pérez

La descripción captura de forma tan fascinante el momento que me permitirán citarla en extenso: “Antes del diluvio. EL PAÍS, calle de Miguel Yuste, Madrid. 14 de noviembre de 2010. Vistas en la pantalla, las siluetas desaliñadas parecían rehenes retenidos en el sótano de la casa franca de algún grupo terrorista. Una de aquellas figuras subterráneas, sin afeitar, se acercó a la cámara. Levantó un papel. Tenía escrito un número de seis cifras. ¿Quizá era una cuenta de un banco suizo? ¿Un número de teléfono? […] En realidad, esos misteriosos sujetos no habían sido secuestrados por ninguna facción radical […] Tampoco su nota era una petición de rescate. Era la referencia indexada de uno de los más de 250.000 cables [filtrados por Wikileaks]”.

Así arranca el capítulo 14 del magnífico libro que el periodista de The Guardian David Leigh escribiera sobre el asunto. En realidad se trataba de Vicente Jiménez, por entonces director adjunto del periódico, y de mí. El supuesto piso franco era mi despacho en la planta tercera, un domingo por la tarde, a lo que quizá quepa atribuir lo del aspecto desaliñado y la barba de Jiménez —ambas cosas, nota bene—. En Londres, al otro lado de la pantalla, se encuentra Ian Katz, también por entonces director adjunto de The Guardian.

Ignoro las razones técnicas, pero en alguna de las muchas discusiones sobre la seguridad de las comunicaciones entre los directores de los cinco periódicos, surgió la idea de que, además de emplear todo tipo de páginas web encriptadas pero extremadamente engorrosas, mostrar un papel escrito (con cifras o frases cortas) en una comunicación por vídeo en Skype era una forma fácil de ocultarnos (básicamente de los Gobiernos occidentales o de servicios secretos extranjeros, menos amigables, digamos). Todo ello era antes de Edward Snowden y sus revelaciones sobre la vigilancia masiva de las comunicaciones.

No carece de ironía pues recordar ahora que unos días antes Julian Assange llamó directamente a mi móvil (sin ningún tipo de protección) desde el suyo (que cambiaba con frecuencia; te podía llamar él, pero uno no disponía nunca de un número que marcar). Tenía, dijo, 250.000 comunicaciones secretas entre el Departamento de Estado y las embajadas de EE UU en una treintena de países, la mayor filtración hasta entonces de documentos de la historia. Quería que EL PAÍS estuviera en el proyecto. Era viernes. Me pidió un contacto directo el lunes siguiente en Ginebra. Sin hora, sin sitio. Ya me diría. Envié al propio Jiménez y a Jan Martínez Ahrens, por entonces subdirector. Una vez en Ginebra, Assange, en contacto conmigo, los localizó, se sentaron a cenar en el restaurante de un hotel, en el que ambos trataron de seguir las veloces (y confusas) explicaciones de éste mientras, envueltos ya en la atmósfera ligeramente paranoica en la que habría de desarrollarse todo el proyecto, observaban con inquietud una mesa vecina con unos tipos raros (incluso para Ginebra a esas horas de la noche).

Era más de la una de la madrugada cuando, mientras esperaba a que Jiménez me llamase para contarme la reunión, apareció en mi ordenador un mensaje de Alan Rusbridger, el director de The Guardian, con quien hacía meses que no hablaba.

–Javier, can we talk?

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Sorprendido, le respondí con una sola palabra.

–Now?

La pantalla parpadeó de nuevo, pip.

–Yes.

Cogí el teléfono, marqué su número. Contestó al primer tono. Mi agenda muestra que tres días después, jueves, un vuelo a las 9.50 nos llevó a Vicente Jiménez, Raúl Rivero, entonces jefe de tecnología del periódico y a mí a Londres. Reunión en The Guardian, King’s Place, a las 14.00, con Rusbridger, Katz, Assange y varias personas más que se alargó, cena incluida, hasta la noche. Cuando Jiménez y yo volvimos al hotel, Rivero, que se había marchado en cuanto tuvo el CD con los datos en sus manos, ya había descifrado parte del embrollo que envolvía los 250.000 cables y pudo mostrarnos un par de ellos datados en la Embajada de Estados Unidos en Madrid, lo que nos permitió intuir la importancia del material que traeríamos, duplicado y escondido de mala manera, de vuelta a casa. Nadie nos retuvo en el aeropuerto, nadie nos registró. Cuando el caso Snowden, y volviendo a Nueva York tras asistir a una reunión similar en The Guardian, la policía retuvo en Heathrow y registró a Jill Abramson, entonces directora de The New York Times, en busca del material. En previsión, Abramson había enviado los CD por otra vía y no llevaba nada encima.

Assange llamó a mi móvil directamente (sin ninguna protección) desde el suyo

Era una carrera en la que partíamos con desventaja. Faltaban apenas 15 días para la fecha acordada de publicación. The Guardian llevaba meses trabajando con los cables. Ese viernes, mi agenda muestra un desayuno con Miguel Ángel Fernández Ordóñez, entonces gobernador del Banco de España, con el rótulo “cancelado”. Igualmente un almuerzo con un alto ejecutivo del Grupo Prisa, editor de EL PAÍS. Lo mismo sucedería en las semanas siguientes con la mayoría de compromisos.

Ese sábado, Jiménez y yo nos reunimos con un grupo reducido de periodistas para diseñar la estrategia. Rivero y su equipo se comprometieron a construir en dos días un sofisticado buscador que nos permitiera encontrar y relacionar los cables entre sí. Convocamos a más de 30 periodistas, hicimos volver de sus destinos a varios corresponsales (Moscú, Washington, México, Teherán, entre otros). Todos tenían prohibido explicar las razones por las que abandonaban sus ciudades o sus puestos de trabajo en la redacción. Durante 15 días trabajaron largas jornadas en un espacio (que pronto bautizamos como la wiki-cueva) al que no se podía acceder sin permiso; en el que los ordenadores no estaban conectados a la red; en el que sólo había una impresora y del que no se podía sacar nada, ni en papel ni en soporte informático.

La tarea era ingente. Reconstruir las historias que los otros periódicos habían preparado era algo más fácil: disponíamos del titular y de los números de los cables en los que se basaban las historias. Aún así, había que leerlos todos, aportar el contexto necesario (ahí se demostró el valor incalculable de años de experiencia acumulados por los periodistas de EL PAÍS en los asuntos más variados, desde los entramados de la corrupción y la política en Rusia a las complejidades del ajedrez geoestratégico en Oriente Próximo) y escribir las noticias. Pero además, teníamos que explorar todo lo que tuviera relación con España, algo de lo que nuestros compañeros no se habían ocupado, como es obvio. En Londres nos habíamos comprometido también a rastrear historias de América Latina en los cables. Un buen puñado de ellas (tanto de España como de México, Colombia, Venezuela o Argentina) fueron publicadas en The Guardian o The New York Times, a quienes pasamos, encriptados, los titulares y los números de referencia de los cables.

Imagen del cámara de Telecinco José Couso, en Bagdad.
Imagen del cámara de Telecinco José Couso, en Bagdad.

En aquellos días escribí un largo artículo sobre WikiLeaks, sus consecuencias en la política y el periodismo, así como sobre sus implicaciones morales (Lo que de verdad ocultan los Gobiernos, EL PAÍS, 19 de diciembre de 2010). El propio Leigh publica hoy en estas páginas un análisis sobre el caso, cinco años después. Lo único que creo pertinente añadir es que la recepción de los papeles de WikiLeaks en España siguió, como era previsible, una pauta distinta al resto del mundo occidental. En otros países se debatió a fondo con posiciones encontradas, pero nadie cuestionó nunca el valor de aquello que los papeles revelaban. En España, bien al contrario, se descalificó de forma tajante lo que EL PAÍS publicaba, día a día, durante semanas, actitud en la que persistieron tanto aquellos periódicos que no habían tenido acceso al material original como los políticos afectados, más la inevitable cohorte de tertulianos desinformados, filósofos frívolos y columnistas interesados que tildaron los hechos conocidos (las presiones de la Embajada de EE UU para cerrar el caso Couso; las presiones para que bancos y empresas españoles dejaran de hacer negocios en Irán pese a no haber violado ninguna norma internacional; la ayuda de Pakistán a grupos terroristas contra India y países occidentales; las donaciones saudíes o de ciudadanos de los emiratos del Golfo para ayudar a terroristas suníes; la orden de Hillary Clinton o alguno de sus subordinados de espiar al secretario general de la ONU, por citar sólo un puñado) de meros chismes, ligerezas o asuntos ya de sobra conocidos por la generalidad de los ciudadanos.

En España, se descalificó de forma tajante lo que EL PAÍS publicaba, día a día, durante semanas

Hay una explicación para ello. Es triste. Y aunque llevo meditando sobre ello muchos años, la casualidad ha querido que encontrara el siguiente párrafo casi al final de una crítica del último libro de Umberto Eco firmada por Tom Rachman en el Sunday Book Review de The New York Times esta semana. Habla de Italia. Pero es también España: “En los países más estables, los escándalos llevan a la caída en desgracia, al arrepentimiento (sincero o no) y a dimisiones. En Italia, es en los escándalos donde la historia se bifurca, con líneas paralelas de explicación que nunca se encuentran, culpas en disputa, sin final estrepitoso y, como consecuencia, con escasa regeneración”. Con matices más trágicos, sucedió con los atentados del 11-M. Sucedió con WikiLeaks. Sucedió con los papeles de Bárcenas. Y volverá a suceder, para desgracia nuestra, puesto que ésa es la España que hemos construido. Un país en el que los diluvios, en periodismo y en política, dejan, mayormente, barro.

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