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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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La hora cero de Boragó

El restaurante de Rodolfo Guzmán en Santiago de Chile es una experiencia sólida, emotiva y al mismo tiempo arriesgada y rompedora

Restaurante Boragó, en el barrio de Vitacura, Santiago de Chile.
Restaurante Boragó, en el barrio de Vitacura, Santiago de Chile.

Salgo de Boragó, el restaurante de Rodolfo Guzmán en Santiago de Chile, convencido de haber vivido la mejor experiencia culinaria de los últimos años en Latinoamérica. No es bueno cerrar la puerta a realidades que no conoces o has pasado por alto, pero me resisto a pensar que pueda ser de otra forma: no creo que haya una sola cocina que se acerque a este nivel en toda la región. Digan lo que digan las listas o las guías. Hace nueve años que recorro las cocinas del continente y jamás había vivido una experiencia tan sólida, tan emotiva y al mismo tiempo tan completa, arriesgada y rompedora.

Ha habido de todo en los 14 platos que componen el menú que se sirve ahora mismo en Boragó. Los enunciados son chocantes y llamativos, pero el resultado puede mostrar la aparente sencillez del bombón de piñones de araucaria fermentados o la cercanía del crudo de ciervo con tártara de maqui, servido sobre un crujiente preparado con el fruto de este pequeño árbol originario de Chile y Argentina. En la misma secuencia encuentro propuestas concebidas para seducir, caso de la elegante jibia a la plancha con ensalada de chirimoya alegre —una fruta verde, ácida y algo punzante— o un postre de tres leches y tres frutillas (fresas). Otras son tan impactantes y llamativas como la mechada de guanaco —un camélido austral— combinada con lo que llama verduras protelizadas, que viene a ser un tratamiento que les da una textura cercana a la del queso camembert: corteza exterior consistente e interior cremoso.

El menú está plagado de referencias extrañas para quien venga de fuera e incluso para muchos chilenos. El trabajo de Boragó se nutre de la extraordinaria diversidad y la singularidad de la despensa tradicional chilena. Productos olvidados por la cocina de nuestro tiempo que han sido recolectados en los bosques y en las playas cercanas a Santiago, en las lejanas tierras del litoral de Chiloé o al norte del país, en el desierto de Atacama. Nombres como el de la rica rica, el maqui, el ulpo de espino, la nalca, el matico, la acelga de playa, el chagual, el picoroco, el cochayuyo o el propio guanaco definen esta propuesta. Rodolfo me cuenta después que más de 200 personas alimentan su despensa desde todos los rincones del país. A ese esfuerzo se suma cada día la plantilla del restaurante, que se divide en grupos para abastecerse en un recorrido casi rutinario por los montes y las playas cercanas a la capital chilena.

Hace cuatro años que sigo el trayecto de Guzmán y creo ver en esta comida la culminación del trabajo desarrollado en este tiempo. Por un lado me da la razón y por otro me la quita. “Hemos llegado al punto cero del aprendizaje”, me dice mientras conversamos al final de la cena. “Todo lo hecho hasta ahora ha sido para sentar las bases sobre las que podremos hacer la cocina que queremos” . Toda una lección de cordura y profesionalidad. No es poco en un mercado como el de la alta cocina latinoamericana, cuyas estrellas suelen transitar el camino contrario: la multiplicación del negocio antes de la consolidación de la cocina o la borrachera de popularidad antes que la reflexión y el aprendizaje. También la utilización del producto y sobre todo del productor como argumento promocional, en lugar del compromiso real con uno y otro.

La despensa es el tótem sagrado de las nuevas cocinas de América Latina. Además del pretexto para la promoción de algunos cocineros —traducido en poco más que sesiones fotográficas con productores vestidos para la ocasión con trajes típicos regionales—, embebidos en eternas giras promocionales sin consecuencias reales para la cocina del restaurante o la vida del productor. En este sentido, Rodolfo Guzmán también marca diferencias: en la relación con los protagonistas de la despensa, en el riesgo que asume de forma permanente en el trabajo creativo y en la relación con el cliente, o en la investigación en torno a técnicas y productos. Boragó ofrece calidad, riesgo, ruptura, búsqueda de huevos caminos a través de la experimentación… justo lo que define el trabajo y la actitud de un restaurante de vanguardia. Son pocos, pero existen.

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