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Un populista ebrio de poder

Aupado en política por su carisma, Moreira acabó enmarañado por su oscura gestión

Pablo de Llano Neira
Moreira en 2011 en un acto del PRI.
Moreira en 2011 en un acto del PRI.ALFREDO ESTRELLA (AFP)

Humberto Moreira Valdés siempre adoró dos cosas: bailar y tener poder. Hasta que perdió el ritmo. Hasta que se le liaron los pasos. Llamado a ocupar las cumbres de la política mexicana, ha terminado fuera de la pista de baile, sin pareja que lo reclame y permanentemente bajo sospecha.

Su detención del viernes 16 de enero en el aeropuerto de Madrid apuntaba al cierre de una historia arquetípica de carisma, éxito y caída en desgracia. Pero Moreira, después de una semana en prisión, salió en libertad por la puerta de la cárcel mordiendo una manzana. Tocado, pero no hundido.

Nacido en la ciudad norteña de Saltillo en 1966 en una familia de profesores de enseñanza pública, Moreira siguió la tradición licenciándose en Educación Media. Su paso por las aulas fue breve, y pronto empezó a trepar por la enredadera de la burocracia educativa hasta llegar con 22 años a la Secretaría de Educación Pública en la capital, México DF.

En la siguiente década fue saltando de cargo en cargo hasta lanzarse al abordaje del poder político en 2002, conquistando la alcaldía de Saltillo gracias a la cualidad que siempre lo distinguió: su popularidad, su conexión con la gente. Dicen que hasta el que iba su despacho a pelearse con él salía de allí con una complacida sonrisa en el rostro. Aún hoy, acusado de haber sido el cabecilla de un mastodóntico desfalco de fondos públicos, entre las clases populares de su región su nombre sigue concitando admiración y cariño.

Dicen que hasta el que iba a su despacho a pelearse con él salía con una sonrisa en el rostro

Con 39 años, experimentado, buen porte, ojos verdes, simpatía para regalar, ganó las elecciones a gobernador de su Estado, Coahuila, como candidato del Partido Revolucionario Institucional. Era el año 2005. Por entonces, la deuda de Coahuila era de unos 25 millones de dólares. Cuando Moreira dejó su puesto, en 2011, había subido a un ritmo enloquecido hasta alrededor de los 2.500 millones de dólares. Aumentó el gasto en educación, hizo bibliotecas, financió una ambiciosa campaña de difusión cultural, inyectó una fortuna en obra pública, y a la vez, entre su gestión financiera y las paladas de monedas que supuestamente sacó de la hucha, dejó a Coahuila, una pródiga cuenca minera y lechera, chupada como después de una noche de bodas con un vampiro.

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“Fue una época de dispendio. Nos dejó con una deuda imposible de pagar”, dice Carlos Manuel Valdez, profesor de Historia en la Universidad Autónoma de Coahuila, que compara la política de Moreira con la de Hugo Chávez en Venezuela. “Empezó siendo un maestro sencillo pero terminó enfermo de poder, gastando dinero sin límite para comprarse el favor de la gente y con desvaríos como querer implantar en Coahuila la pena de muerte”.

En el apogeo de su poder provincial, llegó a codearse con Fidel Castro, al que visitó en 2007. La reunión empezó un lunes a las once de la noche y terminó ocho horas después, cuando ya amanecía. Moreira estableció un acuerdo de intercambios con Cuba. Dos semanas después de ver a Castro, el gobernador envío en avión a La Habana a la orquesta de cámara de Coahuila, con la Suite Mexicana de plato fuerte de su repertorio.

Moreira en un acto público como gobernador de Coahuila.
Moreira en un acto público como gobernador de Coahuila.

En México, sin embargo, no sintonizaba con la cúpula de la República. Moreira fue uno de los contados gobernadores que alzaron la voz ante la disruptiva estrategia contra el narco del presidente Felipe Calderón –del Partido Acción Nacional, que apeó al PRI del poder en el 2000–. Calderón, a su vez, lo consideraba un saboteador de su mano dura contra los carteles. El hecho es que Coahuila se volvió uno de los puntos más salvajes de la eclosión criminal, con el atroz grupo de Los Zetas regando de sangre la región; a tal extremo que llevaron a cabo una masacre en Allende, cerca de la frontera con Texas, en la que se supone que hubo cerca de 300 muertos, aunque la investigación aún no ha podido sacar números claros a partir de los restos que dejaron Los Zetas, expertos en la disolución de cadáveres en bidones de ácido.

Pero eso ocurrió en marzo de 2011, tres meses después de que Moreira dejase el gobierno de Coahuila para dar su gran salto: asumir la presidencia del PRI para cohesionar a sus familias de cara a las elecciones de 2012.

Dentro del partido luchaban por la candidatura Manlio Fabio Beltrones, peso pesado del priismo tradicional, y Enrique Peña Nieto, representante del bando renovador. A lo largo de 2011 Moreira hizo su trabajo. En noviembre, Beltrones abandonó el combate y Peña Nieto, tan cercano a Moreira que nació sólo ocho días antes que él, fue nombrado candidato el 17 de diciembre, aunque no pudo compartir su alegría con su coetáneo: dos semanas antes, el 2 de diciembre, Moreira se había visto obligador a dimitir como presidente del PRI por el creciente escándalo del endeudamiento de Coahuila. La pista de baile se le quedaba a oscuras.

Ya apartado del escenario, sufrió un golpe trágico. El miércoles 3 de octubre de 2012 su hijo Luis Eduardo, de 26 años, fue asesinado a tiros en Coahuila por sicarios de Los Zetas. Cuando Peña Nieto fue investido presidente el 1 de diciembre siguiente, el hombre que había allanado su camino dentro del PRI era, elementalmente, dos cosas: un padre de luto y el hermano menor del nuevo gobernador de Coahuila, Rubén Moreira, que ganó –también con el PRI– en julio de 2011.

Tras su caída, ni siquiera su hermano Rubén pudo defender su envenenado legado

Rubén nunca criticó a su hermano por su nombre, pero tampoco evitó –o no pudo evitar– reconocer lo envenenado de su legado: “Cuando yo entré a mi gobierno, me di cuenta de que estábamos a punto de que el monopolio de la autoridad no lo tuviera el Gobierno sino la delincuencia”, afirmó en una entrevista con un diario local.

A principios de 2013, Humberto Moreira puso tierra de por medio con México y se inscribió en un máster en Comunicación en la Universidad Autónoma de Barcelona. Pocos meses después, los medios mexicanos dieron cuenta del acomodado estilo de vida del político defenestrado en la ciudad catalana, a donde se habían mudado con él su mujer y sus hijas. Chalet, coche caro, piscina. Moreira respondió que tiraba de sus ahorros y de una beca del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación. Antes de que acabara el año pisó otro charco, por narcisismo: subió en Twitter fotos suyas luciendo ante un espejo abdominales de gimnasio.

Por entonces la justicia de Texas estaba buscando a dos de sus hombres fuertes de su etapa de gobernador, el extesorero y el exencargado de Desarrollo Social, por blanquear en Estados Unidos dinero que supuestamente habían robado de los fondos públicos del Estado de Coahuila.

El hilo se fue desenrollando, silencioso, hasta que el 16 de enero la Policía española lo detuvo y difundió la noticia de su arresto con un tuit que acababa con un hashtag sardónico: “#misióncumplida”, las mismas palabras que había empleado justo una semana antes el presidente de México, Enrique Peña Nieto, para anunciar la detención de El Chapo Guzmán, un narcotraficante. Pero al cabo de unos días quedaba libre por falta de pruebas y el 4 de febrero ya estaba de vuelta en México, donde Moreira parece a salvo de nuevas investigaciones.

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