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Columna
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La tarifa no es dinero, es tiempo

Por rechazar la brutalización de la vida, los manifestantes se convierten en una amenaza peligrosa y sufren una represión violenta

Eliane Brum
La policía durante los disturbios en Río de Janeiro.
La policía durante los disturbios en Río de Janeiro.ANTONIO LACERDA (EFE)

El tiempo no es dinero. Y la tarifa es tiempo, no dinero. Son cuestión de tiempo, por lo tanto, y no de dinero, las protestas contra el aumento de la tarifa del transporte público en 2016, como lo fueron en 2013. Si no se rescata la potencia de lo que está en juego en las calles de São Paulo y otras ciudades de Brasil, todo se repetirá como farsa. Y la policía militar brutalizará los cuerpos ya brutalizados por la tarifa y, sobre todo, por la vida monetarizada. La vida reducida a la lógica del capital.

Hay dos líneas principales en la narrativa de las protestas por parte de la prensa. Una pone de relieve el hecho de que el aumento de la tarifa de autobús, trenes y metro de São Paulo, de 3,50 reales (0,87 dólares) a 3,80 reales (0,94 dólares), fue inferior a la inflación. La otra señala la “confrontación” de la policía militar con los manifestantes para impedir los destrozos y el “vandalismo” del patrimonio. Estos dos enfoques, íntimamente vinculados, aparecen como algo natural, como si hubiera un orden “natural” que dictase la “naturaleza” de las “cosas como las cosas son” y que precediese a la vida, a la política y también a la tarifa del transporte público y a la acción de las fuerzas de seguridad del Estado. Son los dogmas no religiosos que incluso una parte de la prensa laica reproduce.

En la primera línea narrativa está implícito el argumento de que, si la tarifa subió menos que la inflación, no hay razón para que los manifestantes protesten. Sería obvio que, si se hacen las cuentas, es necesario que se reponga la inflación para que el sistema pueda seguir operando. Así, subir menos que la inflación sería un beneficio por el cual la población debería estar agradecida. La afirmación embutida es que la lógica de la vida es monetaria. Y sobre todo, la de que la tarifa de transporte no es una cuestión de política, sino de saber cómo hacer cuentas.

La segunda línea narrativa transforma a la policía militar en la principal protagonista, en la medida en que las fuerzas de seguridad del Estado deciden cuál será el desenlace del evento: si van a arrojar bombas lacrimógenas, a disparar balas de goma y darles porrazos a la gente al principio, durante o al final de las protestas. Esta es la pregunta que pende sobre cada acto contra el aumento de la tarifa. Y eso se describe con “naturalidad”, como si la policía militar fuese un cuerpo autónomo y como si su acción no tuviese que ver con una visión de mundo ni fuese el resultado de una orden del gobernador. Es también como si el gobernador y la policía militar no tuviesen que rendir cuentas a la población. La actuación de la policía militar tendría que ver con el orden “natural” de las cosas, y no con la política. “Mantener el orden” sería una orden superior a la orden, sin necesidad de pasar por la pregunta de rigor acerca de qué orden es ese que se pretende mantener.

Estos dogmas laicos —y los laicos pueden ser peores que los religiosos, porque esconden lo que son— sirven para encubrir lo que está en juego en las protestas contra el aumento de la tarifa del transporte. Y sobre todo, que esta protesta sea en las calles y que sea sobre transporte, y no sobre otra dimensión de la vida. Estos dogmas laicos sirven para encubrir que se trata de tiempo, y no de dinero. Se trata del patrimonio inmaterial, intransferible, de cada persona, y no del patrimonio material, comercializable, rentable, de corporaciones o Estados. Estos dogmas laicos sirven para encubrir que las protestas son políticas, sí, pero políticas en el sentido más profundo de la política, que guarda relación con cómo las personas quieren estar unas con otras en el espacio público. Y de cómo quieren vivir lo más importante que tienen o todo lo que de hecho tienen en una vida: el tiempo.

Las protestas contra el aumento de la tarifa rechazan la monetarización de la vida y devuelven la gestión del tiempo al territorio de la política
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Vale la pena recordar la frase siempre urgente del profesor Antonio Candido, uno de los intelectuales brasileños más importantes del siglo XX: “El capitalismo es el señor del tiempo. Pero el tiempo no es dinero. Decir que el tiempo es dinero es una brutalidad. El tiempo es el tejido de nuestras vidas”. Cuando se sale a la calle a protestar contra 20 centavos de real, como en 2013, o contra 30 centavos, como ahora, en 2016, no es “solo” por 20 o 30 centavos. Aunque también sea por eso, la protesta es sobre todo por algo que, aunque capitalismo le ponga precio, escapa al capitalismo. No existe una “naturaleza” inherente al tiempo que diga que tiene precio. Existen la política y la cultura, existe la creación humana.

Es de política que se trata cuando se protesta contra la apropiación de tiempo. La lógica de las protestas es la de que todo se puede mover, porque cultura y porque creación humana. Es también la lógica de lo posible, no de lo ya consolidado. Por lo tanto, la lógica de las protestas no se sujeta a dogmas. Se sujeta al sujeto. Y el sujeto, cuando lo sujetan, en objeto se convierte. Es esta la conversión hecha por la lógica de la monetarización y por la lógica de la brutalización de los cuerpos por parte de la policía militar: reducir al sujeto a objeto para que nada se mueva. Para impedir que eso se repita como farsa, es necesario reafirmar la gestión del tiempo como una experiencia de la política.

Las investigaciones que relacionan la cantidad de tiempo de trabajo con el valor monetario de la tarifa, como la realizada por los economistas Samy Dana y Leonardo Lima, de la Fundación Getulio Vargas, son importantes. En São Paulo, una persona necesitaba trabajar, en 2015, cerca de 13,30 minutos a pagar el billete. Por su parte, en capitales que suelen admirarse y elogiarse como lo mejor del capitalismo, donde los servicios de transporte público presentan una calidad reconocidamente mejor, las tarifas son más bajas e incluso mucho más bajas: Londres (11,30 minutos), Madrid (6,20 minutos), Nueva York (5,80 minutos) y París (4,50 minutos).

La exposición de la discrepancia de las cuantías monetarias, que prueba que es posible tener una tarifa mucho más baja, incluso en países capitalistas, es fundamental para empezar a deconstruir las cuentas y revelar el material que está en ellas embutido, mucho más allá de la reposición de la inflación. Es esencial para hacer las preguntas más complicadas, aquellas necesarias para la comprensión de por qué en Brasil hay una tarifa tan cara para un servicio tan pésimo. Pero tal vez lo más importante de este tipo de investigación sea llamar la atención sobre el elemento principal, el tiempo.

Cabe destacar el hecho de que una parte de la gente trabaja más de 13 minutos en São Paulo para pagar un solo billete de autobús o tren para llegar al lugar de trabajo. Para la ida y la vuelta allá se va casi media hora de vida. Y muchos toman más de un autobús y un tren para la ida y la vuelta, lo que se traga aún más vida. Y eso sin contar el tiempo medio que cada uno tarda en ese recorrido, a veces horas. De vida. También cabe recordar que, para el ocio, falta.

Me refiero a las personas —y no a “trabajadores”— para no reducir la gran dimensión de una existencia al trabajo o a la monetarización de los cuerpos. Por lo tanto, este tipo de investigación sirve para recordar no que el tiempo es dinero, sino precisamente la negación de esa monstruosidad: el tiempo no es dinero. Eso es lo que los manifestantes contra la tarifa les recuerdan a todos al ocupar las calles. Pero los dogmas laicos encubren sus voces.Ya que, como cualquier dogma, rechazan cualquier duda.

La policía militar vandaliza a personas para proteger el patrimonio, perfora carne humana para proteger vidrio, cemento e hierro

Cuando se encubre la voz, se callan la política y la posibilidad de cambio. A la fuerza, como se ve. El papel reservado a la policía militar es precisamente el de mantener un orden ordenado por aquellos que tienen el poder de decir cuál es el orden que vale. De sujetos de su acción política, de su verbo, se reduce a los manifestantes en las calles a objetos de la acción de otro, que conjuga el verbo silenciar con el estruendo de las bombas. Y así impide el debate sobre el transporte como un derecho social, recientemente incluido en la Constitución brasileña, pero aún no expresado en la práctica cotidiana.

Los que defienden la tarifa cero, como el Movimiento Pase Libre (MPL), principal articulador de las protestas de 2013 y de 2016, creen que no es el usuario quien debe pagar individualmente por el servicio, sino el conjunto de la sociedad, para que todos tengan acceso al derecho de ir y venir. Como sucede, suele recordar el ingeniero Lúcio Gregori, secretario de Transportes en la gestión de Luiza Erundina, en la recolección de basura, en la educación y en la salud, entre otros ejemplos, con mejores o peores resultados. Sucede porque la sociedad entiende que es importante garantizarles el acceso a todos. Hay varias propuestas en circulación sobre cómo se podría implementar eso, pero estas se oscurecen y se reprime a sus interlocutores.

¿La tarifa cero es controvertida? Lo es. Como todo lo que pertenece a la esfera de la política. Tal vez menos controvertida que la idea de que un servicio esencial esté sometido a la rentabilidad de los empresarios del ramo. Pero, ¿cuál es la amenaza tan grande al orden y a los dogmas, para que no sea posible ni siquiera levantar un cartel por la tarifa cero, sin llevarse una bomba de gas o un porrazo en la cabeza o en la espalda? Esta es la pregunta obvia que cualquiera debería hacerse antes de salir defendiendo la represión a los manifestantes o diciendo que la tarifa cero es irreal. En una democracia no hay nada que la sociedad no pueda —o incluso deba— discutir. En una democracia el único imperativo por encima de cualquier debate es el siguiente: la obligación legal y ética de dialogar sobre todo. En este caso, dialogar antes de imponer un aumento de 30 centavos.

Gobernantes electos, como el gobernador del estado de São Paulo, Geraldo Alckmin (PSDB), y el alcalde de São Paulo, Fernando Haddad (PT), no tienen la opción de dialogar o no. Ambos pierden su legitimidad si no dialogan con múltiples actores de la sociedad dentro del sistema que los ha elegido. Es la obviedad olvidada en seguida, de que el poder no les pertenece, apenas se les ha delegado mediante el voto. Que Alckmin y Haddad, que representan al PSDB y al PT, estén juntos en esta tarea del aumento de la tarifa sin el necesario diálogo con la sociedad sobre cómo moverse en São Paulo es una prueba más de la corrosión de la política partidaria, con la creciente pérdida de su capacidad de representación. El hecho de que Haddad, un alcalde que ha osado en la movilidad urbana y se ha enfrentado al rechazo de sectores de las clases media y alta de São Paulo, esté al lado de Alckmin, un gobernador conservador que suele quejarse de que los movimientos son políticos, como si pudiesen ser cualquier otra cosa, y alineado en cuanto al aumento de la tarifa, aunque no en cuanto a la violencia de la policía militar, revela cuán espinosa es esta cuestión. Un motivo más para debatirlo, y no lo contrario.

La tarifa es cara porque los cuerpos humanos son baratos

Es necesario prestar atención a las palabras usadas para narrar las protestas. “Confrontación”, por ejemplo, supone fuerzas semejantes, y supone que esas fuerzas semejantes ocupan un mismo lugar simbólico. Cuando se utiliza en discursos, títulos y textos de la prensa para describir las protestas y la acción de la policía militar, este término puede estar al servicio del borrado de una dimensión fundamental de esa relación: los manifestantes son ciudadanos que ejercen su derecho a la protesta y las fuerzas de seguridad del Estado deberían proteger ese derecho. Así se borra el hecho de que debería tratarse de normalidad democrática, y no de un lado y de otro lado, como si fuese una guerra y se tratase de enemigos.

Las veces que eso se cuestiona, se oyen frases como la del gobernador Geraldo Alckmin (PSDB), que de repente se olvida de que elogió a la policía militar que les dio palizas a adolescentes en las manifestaciones contra la “reorganización escolar”: “Una manifestación legítima y pacífica es algo positivo, es nuestro deber hacer el seguimiento y ofrecer seguridad. Otra cosa es el vandalismo selectivo”. Para justificar que la policía que comanda haya violado la ley al lanzarles bombas de gas y dispararles balas de goma a los manifestantes, es habitual sacar de la manga del traje otra expresión: la de “manifestación pacífica”.

Esta expresión contiene al menos dos puntos sobre los que vale la pena reflexionar. El primero es que, incluso aunque una pequeña parte de los manifestantes destroce el patrimonio, esto no autoriza a la policía militar a abusar de la fuerza. Para hacer las cosas mejor debería recibir entrenamiento, ya que no se trata de una pandilla callejera, sino de las fuerzas de seguridad del estado. Que una parte de la sociedad tolere y luego aplauda que la policía militar actúe como una pandilla callejera, truculenta y sin preparación, es preocupante.

El otro punto, y este es más insidioso, es el de insinuar que el conflicto es algo negativo. El espacio público, como tan bien ha dicho el arquitecto Guilherme Wisnik, es un lugar de conflictos: “El gran atributo de la esfera pública es mediar el conflicto, porque la sociedad, en sí, es conflictiva. La idea de un espacio sin conflictos es ideológica, una pacificación irreal. Cuando un espacio público no tiene ningún conflicto es porque no está cumpliendo su función”.

Mientras los manifestantes salen a las calles levantando la bandera de la tarifa cero, están en conflicto con la visión de sectores de los gobiernos y de la sociedad que defienden ideas opuestas. Intentar borrar los conflictos, sin afrontarlos mediante el debate y la escucha, como históricamente ha hecho Brasil con cuestiones como el racismo, lleva a una “pacificación” que todos sabemos falsa. Es la “confrontación” —y no el conflicto— la que presupone enemigos a aplastar, a recibir palizas con porras, a intoxicarse con gas.

La gran subversión es andar, moverse

Es necesario prestarles realmente mucha atención a las palabras antes de reproducirlas o de asumir un discurso que puede ser el mismo del opresor. Cuando los manifestantes “paran” las calles de São Paulo, no están parando. Al contrario. Están andando en las calles de São Paulo. Moviéndose. Cuando “interrumpen” el tráfico, no lo están interrumpiendo. Los coches paran para que las personas anden. Para que se muevan. Exactamente para que no se muevan la policía militar las “acorrala” y “cerca”, las “reprime” con bombas de gas, balas de goma y porras. Exactamente para que no anden la policía militar “detiene” o “arresta” o “inmoviliza” a manifestantes que luego son puestos en libertad, porque no hay ni nunca ha habido justificación legal para detenerlos o arrestarlos o inmovilizarlos. La gran subversión, al fin y al cabo, es andar. Moverse. Hay que impedir que anden para que nada se mueva “en el orden natural de las cosas”.

¿Para qué sirve la policía militar con su aparato de guerra? Para controlar los cuerpos con porrazos, balas de goma y bombas de gas y mantener el moverse como un valor meramente monetario. Para impedir que las personas pregunten por qué no pueden andar. La policía militar está allí para proteger el “patrimonio”. Pero no el patrimonio humano, este es barato en la lógica de la monetarización: más de 13 minutos de vida para pagar un billete de autobús. Los cuerpos de los que quieren andar pueden recibir palizas, ser intoxicados, violados, porque la vida humana, por lo menos la de la mayoría, tiene un valor bajo. Lo que no se puede es “destrozar” el patrimonio de hecho caro, el material.

La policía militar vandaliza a las personas para proteger el patrimonio. Pero el discurso se invierte perversamente para que los “vándalos” sean los que rompen cemento, vidrio e hierro y no los que perforan carne humana. Si una vez tras otra la policía militar vandaliza a manifestantes antes de cualquier destrozo del patrimonio, es posible pensar que eso sucede tanto porque la policía militar está al servicio de producir “vándalos” y “confrontación”, para encubrir la reivindicación de las calles en los noticiarios, como porque el patrimonio que está de hecho protegiendo 24 horas al día es el del statu quo, y este se ve amenazado desde que el primer manifestante pone el pie en la calle.

Vandalizar a personas en nombre de la defensa del patrimonio es la orden para mantener el orden de que la gente vale poco. La tarifa es cara precisamente porque la carne humana es barata.

La insubordinación de los que andan, la que se insta a la policía militar a reprimir, es la de decir que su tiempo tiene valor, y este valor no es meramente monetario. Es esa la rebelión que hay que aplastar antes de que avance por las calles. El movimiento a interrumpir a la fuerza, antes de que interrumpa la circulación de los privilegios, es aquel que recuerda que el tiempo no es dinero, sino el tejido de la vida. Es aquel que reivindica el tiempo “para los afectos, para amar a la mujer que he elegido, para ser amado por ella, para convivir con mis amigos, para leer a Machado de Assis”.

Pasaremos.

Eliane Brum es escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - o avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas.

Sitio web: desacontecimentos.comEmail:elianebrum.coluna@gmail.comTwitter: brumelianebrum

Traducción de Óscar Curros

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