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La política del desprecio

El desdén de Obama hacia la clase trabajadora ha cimentado el éxito de Trump, erigido en un genio de la burla que millones de estadounidenses consideran que les representa

Los españoles están perplejos ante el ascenso de Donald Trump en la política estadounidense. Las explicaciones que ofrecen los medios de comunicación españoles suelen centrarse en el supuesto racismo o la estupidez de los conservadores norteamericanos. Es una interpretación incorrecta. El trumpismo es fruto de un desprecio creciente surgido en la dinámica política de EE UU.

Donald Trump y Jeb Bush, durante el debate del 15 de diciembre
Donald Trump y Jeb Bush, durante el debate del 15 de diciembreDavid Becker (Reuters)

El 3 de noviembre de 2004, a la mañana siguiente de la reelección de George W. Bush, recibí un correo electrónico que circulaba por las universidades, incluida en la que yo daba clase en aquella época. El mensaje contenía un mapa que señalaba las circunscripciones en las que había ganado Bush y en las que se había impuesto John Kerry, y comparaba los niveles educativos en esas zonas. Los lugares donde ganó Bush tenían un nivel medio de educación más bajo que en lo que ganó Kerry. El comentario que acompañaba a este dato, en tono despectivo, lo interpretaba como prueba de que los votantes de Bush eran unos tontos incultos.

Desde el punto de vista académico, la conclusión era increíblemente endeble. Pero lo que más me asombró fue ver el desprecio, nada disimulado, de muchos miembros de la élite progresista hacia una gran masa de personas normales y corrientes, trabajadoras.

En esos momentos, el Partido Demócrata no reflejaba formalmente ese desprecio. Su miembro más destacado, el expresidente Bill Clinton, no era una persona desdeñosa; es más, tenía las raíces proletarias que tanto despreciaban mis colegas. Pero ya se estaba fraguando una guerra.

Estalló en 2008, cuando el candidato Barack Obama —un izquierdista sin ambages, como muchos de mis colegas universitarios— pronunció una frase, hoy famosa, en un acto para recaudar fondos entre millonarios de San Francisco (la ciudad más de izquierdas de Estados Unidos). ¿Por qué la clase trabajadora se inclinaba a la derecha? “Están resentidos”, explicó, y “se aferran a las armas, o a la religión, o a la antipatía hacia personas que son distintas, o se vuelven en contra de los inmigrantes, o del comercio, para justificar sus frustraciones”.

No tengo ni idea de cuál era la intención de Obama, pero recuerdo con claridad que todo el mundo lo interpretó como un insulto a quienes estaban pasándolo mal económicamente. En años sucesivos hubo muchos más casos. En 2012, el presidente se burló en tono desdeñoso de la ideología conservadora (de nuevo en un acto con millonarios en San Francisco): “Si caes enfermo, arréglatelas como puedas. Si no puedes pagar la universidad, arréglatelas como puedas. Si no te gusta que una empresa esté contaminando tu aire o el aire que respira tu hijo, arréglatelas como puedas”.

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Podría citar muchos otros ejemplos en los que el presidente tacha a los conservadores y la clase trabajadora de retrógrados, estúpidos e insensibles. Le pregunto al lector español: si usted fuera (como yo) una persona de opiniones moderadamente conservadoras, ¿qué sentiría ante esas palabras? ¿Eso facilitaría hacer progresos en política o lo haría más difícil?

Hay muchos ejemplos en los que el presidente ha tachado a los conservadores de retrógrados e insensibles

Existe un enorme volumen de investigaciones psicológicas sobre el desprecio y concluyen que es una fuerza completamente destructiva. En palabras del filósofo del siglo XIX Arthur Schopenhauer: “El auténtico desprecio… es la convicción absoluta de que el otro no vale nada”.

Desprecio no es lo mismo que ira. En una serie de experimentos cuyos resultados se publicaron en 2007 en el Journal of Personality and Social Psychology, dos psicólogos descubrieron que la ira se caracteriza por respuestas agresivas inmediatas, pero que hay reconciliación a largo plazo. Por el contrario, el desprecio se caracteriza por el rechazo y la exclusión social a corto y a largo plazo. El desprecio es totalmente destructivo, y su objetivo es la hostilidad permanente.

La presidencia de Obama ha llevado a primer plano la política del desprecio. Él no es el único culpable: otros muchos han seguido su ejemplo. Los republicanos han hecho todo tipo de declaraciones irresponsables y despectivas contra Obama y los demócratas. Pero la responsabilidad es sobre todo del presidente, porque es el líder y es quien marca el debate nacional. Es él quien debe utilizar un tono que permita un progreso democrático consensuado, no la destrucción política total. No lo ha hecho, y eso ha debilitado a nuestra nación.

El trumpismo es la consecuencia actual de esa política del desprecio. La candidatura de Trump surgió como reacción al desdén de los progresistas hacia los ciudadanos de a pie que solo aspiran a ganarse la vida en una situación económica complicada. Ahora, por lo visto, muchos creen haber encontrado en Donald Trump a un paladín capaz de contraatacar. Pero él mismo se ha convertido en un genio del desprecio, capaz de burlarse magistralmente de cualquiera que no esté de acuerdo con él.

No tengo ni idea de si Trump va a ganar las primarias republicanas. Como católico, me es imposible apoyar sus crueles insultos. Como economista, creo que sus propuestas están profundamente equivocadas. Pero como persona dotada de sentido común, puedo entender su popularidad después de siete años de desprecio del presidente Obama hacia tantos de mis conciudadanos.

Arthur Brooks es presidente del American Enterprise Institute.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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