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Tribuna
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Puesta en escena (Avenida Pepe Sierra, Bogotá)

Detrás de los peores titulares colombianos suele encontrarse la obstinada ineptitud

Ricardo Silva Romero

Fue una noticia desoladora pero también fue una puesta en escena. Fue como si estuviera sucediendo una sátira macabra en la calle –y hubiera, entre bastidores, un libretista frotándose las manos– para probarnos a todos que detrás de los peores titulares colombianos suele encontrarse la obstinada ineptitud, la disciplinada desidia de un par de funcionarios de esos que cumplen con fracasar al pie de la letra: el martes 19 de enero a la 1:45 p.m. la señora Rubiela Chivará, de 50 años, murió de un infarto en la estación de bus de Transmilenio de la Avenida Pepe Sierra de Bogotá, pero su cadáver sólo fue levantado por agentes de la Fiscalía a las 7:15 p.m. –cinco horas después– entre los reclamos de los transeúntes indignados que sitiaron la autopista porque aquí siempre ha habido que pegar un grito cuando se busca que se haga lo mínimo, lo humano.

Chivará iba a tomar el bus a una prestadora de salud, la EPS Cruz Blanca, para reclamar la cirugía urgente que le habían negado dos veces –“el ascensor está dañado”, “el doctor se ocupó”– en los nueve meses de la agonía. Cayó de golpe. El paramédico que decretó su muerte dijo que pronto vendrían de la Fiscalía a levantarla, y repitió “lo siento mucho” en vez de adiós, pero llegó primero el escuadrón antidisturbios de la policía a lanzarles gases lacrimógenos a los sublevados y a los deudos que impedían el paso: “uno entiende el dolor de la gente, pero no se puede pasar a las vías de hecho”, explica el comandante. Hubiera podido ser peor: hubiera podido morir en el rezagado sur de la ciudad, en donde –dice el experto Máximo Duque– “es increíble todo lo que se demoran en llegar”.

Si Chivará no hubiera caído en la famosa Pepe Sierra, en fin, sino en algún barrio periférico, su muerte no habría sido noticia ni puesta en escena: tal vez un chisme sobre las peligrosas prestadoras de salud. Pero morir en semejante escenario bogotano –que de 1890 a 1921 fue el reino de un terrateniente antioqueño que se benefició de aquel Estado que sobrevivía rematando sus bienes, y que luego fue pista de carreras ilegales de rebeldes sin causa y callejón de una pandilla ochentera que matoneaba a los acomodados– fue morir en el lugar exacto para probar que otra vez ni la salud ni la justicia ni la policía tuvieron cabeza para cumplir la promesa que hace un Estado pacífico: la dignidad de cada cual. Chivará murió allí para que se supiera que estamos resignados a esa negligencia como a un futuro apocalíptico o un sino trágico.

Su cuerpo se quedó en el piso hora tras hora, mientras los funcionarios caraduras se negaban a improvisar “porque después lo sancionan es a uno…” y los carros bajaban la velocidad para espiar la tragedia y los ciudadanos estremecidos eran callados a la fuerza y un hijo gritaba destrozado por la indignidad de la escena “¡exigimos el levantamiento del cadáver de nuestra madre que murió por la ineficiencia de la EPS!” dispuesto a contrariar a esta tiranía de la burocracia que va dejando por ahí cadáveres insepultos, como en un drama sobre el fracaso de la compasión, una farsa inclemente sobre un pasado desolador que está pasando hoy: “nadie puede morirse por esto”, gritó un manifestante, y hablaba de esta solidaridad doblegada por el “sálvese quién pueda”.

El Gobierno se la ha jugado por la sensatez en estos temas –por el aborto, la eutanasia y la intervención a ciertas empresas prestadoras de salud– pero aún falta que se sumen al sentido común tantos funcionarios aterrorizados por sus vigilantes, convencidos de que los van a echar mañana y entregados a no hacer su trabajo, a enredarlo todo: “qué pena con usted…”.

El problema es, de nuevo, que la solución es ser humano. Y ha sido costumbre lo contrario.

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