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Columna
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La guerra mutante

La guerra siria deriva hacia un pulso internacional en el que Rusia reta a la OTAN

Lluís Bassets

Primero fue una revuelta. Empezó el 15 de marzo de 2011 en el mimetismo de las primaveras árabes. Si Ben Ali cayó el 14 de enero y Mubarak el 11 de febrero, Bachar el Asad bien podía caer en marzo. No fue así. Cayó Gadafi, el 20 de octubre, el único poderoso que terminó cadáver. Cayó también Ali Abdullah Saleh, el presidente de Yemen, un año más tarde, el 12 de febrero de 2012, tras sobrevivir a un bombardeo; aunque cayó de pie porque sigue políticamente vivo, aliado ahora a los rebeldes Huthi que participaron en las manifestaciones para derrocarle hace cinco años.

El Asad ha ido más lejos que el yemení, aunque pertenece a la misma escuela de supervivencia. Reprimió la revuelta con tanta furia como para convertirla en guerra civil, que mutó enseguida en sectaria: no hay mejor geografía para tal cosa: chiíes, suníes, drusos, alauitas, yazidíes, fáciles presas del conflicto por procuración (proxy war) en el que cada facción combate en nombre de un padrino exterior: Irán, Arabia Saudí, Qatar, Turquía. Hasta llegar a la guerra abierta con participación extranjera, en buena parte aérea, pero cada vez más con fuerzas terrestres: Irán ya las tiene (son las libanesas de Hezbolá en buena parte), Emiratos y Arabia Saudí ya se han ofrecido, Turquía las dispone en la frontera. Y, lo más importante, con efectos internacionales de largo alcance en Europa —un millón de personas en demanda de asilo— y en la posición de Rusia, que juega en Siria su partida como superpotencia.

Cifras en mano, los sirios que huyen despavoridos de Alepo no temen tanto la degollina del Estado Islámico, como los bombardeos rusos, los ataques aéreos con barriles explosivos de Bachar el Asad y las detenciones y torturas de sus soldados y policías. De las 21.000 víctimas mortales contabilizadas por la Red Siria de Derechos Humanos en 2015, el 75% lo ha sido a manos del Gobierno legítimo que apoya Moscú. Siempre es incómodo elegir entre genocidas. Pero la peor decisión es no tomar ninguna, que es lo que está haciendo la comunidad internacional ante la destrucción de Siria y el genocidio que hay allí en marcha.

En cinco años, el Consejo de Seguridad ha aprobado 15 resoluciones y cuatro más no han sido adoptadas por el veto doble de Rusia y China, para evitar las sanciones, la intervención armada internacional o que Bachar El Asad fuera convocado en La Haya. Nada se ha hecho, salvo la intervención y de mala manera: Rusia bombardea por encargo de El Asad y la coalición de 60 países organizada por Estados Unidos ataca solo al Estado Islámico.

Faltaba la OTAN, a la que han apelado Alemania y Turquía, hermanadas en la gestión imposible de los refugiados. Mandará aviones AWACS, que ayudarán en las operaciones de ataque aéreo al Estado Islámico, pero no sabe qué hacer con las masas que huyen de Siria a Turquía y de Turquía a Europa, aunque al final entre en crisis la seguridad del continente. Tampoco sabe qué hacer la UE y sus responsabilidades son más concretas. Desde Moscú, Vladímir Putin se relame. Obama mira hacia el pivote asiático. Rusia está ganando en Siria lo que perdió en Ucrania. La guerra mutante sigue y entra sigilosamente en Europa.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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