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La UE celebra la cumbre definitiva para evitar la salida de Reino Unido

Los socios y las instituciones europeas dan por hecho el acuerdo para evitar el 'Brexit'

Claudi Pérez
Tusk, del Consejo Europeo, y Juncker, de la Comisión, este miércoles.
Tusk, del Consejo Europeo, y Juncker, de la Comisión, este miércoles. OLIVIER HOSLET (EFE)

El diccionario Collins define al continente europeo con una apostilla cáustica: “Salvo las islas británicas”. Hace medio siglo Reino Unido pidió hasta tres veces, y con tres Gobiernos distintos, su ingreso en la UE –ante la dificultad de preservar el adjetivo gran al hablar de Gran Bretaña, según el historiador Timothy Garton Ash—, pero lleva tiempo empeñado en chantajear a la Unión para conseguir un traje a medida bajo la amenaza de abandonar el club. El primer ministro David Cameron consuma este jueves en Bruselas un capítulo crucial de su atribulada travesía europea: redefinir la relación entre Reino Unido y la UE antes de someter a referéndum si el país debe (o no) seguir en Europa.

Pese al euroescepticismo de siempre –“Dios separó Gran Bretaña de la Europa continental, y fue por alguna razón”, según la inevitable Margaret Thatcher— nadie se ha atrevido en cuatro décadas a plantear esa cuestión con honestidad ante la opinión pública británica, salvo en allá por 1975. Los jefes de Estado y de Gobierno se reúnen hoy y mañana, viernes, en Bruselas para llegar a un acuerdo sobre la oferta lanzada hace unas semanas por el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, y conseguir así que Cameron –un modernizador liberal al que el proyecto europeo le resulta ligeramente anticuado— haga campaña por el sí junto a la City y a todos los que creen que el Brexit generaría una gran incertidumbre económica y política a ambos lados del canal de la Mancha.

El teatrillo de las grandes ocasiones está listo: negociaciones de madrugada con toda la parafernalia que hace de Bruselas una suerte de escenario político, con sus buenos y malos actores, un enjambre de periodistas como bullicioso público y una tramoya, tras el escenario, en la que se mezcla alta y baja política en dosis muy desiguales. La dramatización está asegurada, pero el lector puede ahorrarse el suspense: el pacto también está prácticamente hecho, según los diplomáticos de diversas delegaciones y las propias instituciones.

Nadie va a vetar salvo sorpresa mayúscula, y quedan por definir apenas algunos flecos que dejarán los habituales rifirrafes y la no menos habitual cuenta de pérdidas y ganancias, con ganadores y perdedores. Pero lo sustancial está atado y bien atado. Y lo más asombroso: prácticamente ninguna delegación ha puesto peros sustanciosos a Londres durante los últimos meses de negociaciones. Cameron se aprovecha de un momento de extrema debilidad del proyecto europeo –sumido en una policrisis económica, social y sobre todo política— para obtener casi todo lo que pedía, al menos en apariencia. Londres puede cantar victoria a corto plazo y lanzar un mensaje positivo en casa (mezclado con el argumento del riesgo asociado al Brexit) para ganar el referéndum. Pero a la larga no está todo dicho: después del plebiscito, previsto para el 23 de junio, el Parlamento Europeo –territorio habitualmente hostil para los intereses británicos— deberá refrendar los cambios legislativos. Aun pasando esa prueba del algodón, el Tribunal Europeo de Justicia tendrá siempre la última palabra en todas las modificaciones legales. Europa es, básicamente, una comunidad de derecho, y ese tribunal, junto con el Banco Central Europeo (BCE) en lo que va de crisis, es la institución más importante de la UE.

El pacto tiene páginas y páginas de filosofía europea, mezclada con grandes cantidades de hojarasca en casi todos los asuntos. Salvo en uno crucial: Londres tiene el visto bueno de los socios para discriminar a los trabajadores en función de su nacionalidad. Ni España ni Portugal –países tradicionalmente migrantes—ni sobre todo los del Este –que tienen el mayor número de personas trabajando en suelo británico— ni siquiera los padres fundadores –Alemania, el Benelux, Francia e Italia-- se han opuesto de veras a esa medida, que supone retrasar el reloj del proyecto europeo, con un torpedo en la línea de flotación de una de la libertades básicas, la libre circulación de personas y la igualdad de derechos.

De un tiempo a esta parte, el mejor indicador adelantado sobre lo que va a suceder Europa son las palabras de la canciller alemana, Angela Merkel. “Las demandas de Cameron están justificadas y son necesarias”, dijo este miércoles Merkel, horas antes de la cumbre del Brexit. No hay mucho más que añadir, pero estas son algunas de las claves de la reunión.

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1. LA OFERTA. El borrador del acuerdo presentado por Donald Tusk hace unos días contempla cuatro propuestas que tratan de satisfacer las cuatro grandes demandas británicas. Incluye un límite a ciertas prestaciones sociales a inmigrantes comunitarios; un pseudoveto de legislaciones europeas para los Parlamentos nacionales; un compromiso de no discriminación a los países que no adopten el euro, y otro capítulo semivacío de contenido para hacer más eficiente y menos burocrática a la UE. Londres quiere también victorias simbólicas: el texto final dejará claro que Reino Unido no participa del leitmotiv de la UE, “una unión cada vez más estrecha”.

Pero lo esencial es el plácet de los socios para que Cameron frene la inmigración: Londres podrá discriminar a los trabajadores en función de su nacionalidad durante los cuatro primeros años de contrato, en situaciones de emergencia para su Estado de bienestar. La Comisión Europea considera que esa emergencia ya se produce en este momento, pese a que no hay estadísticas que respalden que Reino Unido tenga un problema de mayor envergadura que el de otros socios (al revés: estudios del propio Gobierno calculan que se necesitan 140.000 inmigrantes al año para hacer frente al aumento de los costes necesarios para la población que envejece).

Fuentes europeas destacan que habrá que hilar fino: los jefes de Estado y de Gobierno asistirán a la cumbre acompañados de una corte de juristas para pactar un texto que evite que otros países puedan activar ese freno de emergencia a los migrantes de la UE. Los países del Este temen que ese cambio legal suponga abrir una caja de Pandora, y que otros socios (Alemania y Austria, quizá los nórdicos) hagan uso de esa prerrogativa para limitar las prestaciones a los trabajadores de otros países europeos. A pesar de los recelos, nadie ha insinuado que quiera vetar la propuesta. Londres planea incluso sacar algo de tajada adicional: poder aplicar esa excepción durante más tiempo. Se habla de siete años; pueden ser incluso más.

Además de las prestaciones a los trabajadores (que suponen, por ejemplo, complementar los sueldos más bajos), Londres podrá modular las prestaciones por hijo en función del nivel de vida del país en que resida el menor: los trabajadores polacos en Reino Unido cuyos hijos siguen viviendo en Polonia recibirán menos prestaciones. El Consejo quiere cegar a toda costa toda posibilidad de que este elemento sirva de inspiración a adaptar otras prestaciones, como las pensiones, al país donde resida el beneficiario. Londres insiste en que eso no está en su agenda.

En el resto de medidas apenas ha habido debate. Tan solo Francia ha alzado la voz para evitar que el compromiso de no discriminación de los países que no quieren unirse a la moneda única impida avanzar a la eurozona hacia una mayor integración. A París le preocupa la City: que Reino Unido pueda aplicar regulación más laxa a sus bancos y deje a los competidores europeos en inferioridad de condiciones. Cameron puede pedir alguna mejora adicional tras la mala recepción de la oferta en su país, pero las fuentes consultadas coinciden en que serán, en todo caso, concesiones cosméticas, que pueden ayudarle a convencer a su propio partido, a Boris Johnson y Michael Gove. El primer ministro, además, quiere que sea suficiente con la queja de un solo país para paralizar legislación europea. Francia, España y Bélgica se oponen: quieren que para eso sean necesarios al menos dos países. Esa cuestión está abierta.

2. NÚMEROS Y CONSECUENCIAS. Las concesiones pueden tener efectos sobre la configuración futura del proyecto europeo, en estado de transición permanente. Pero sin ellas, el no es una peligrosa espada de Damocles. Reino Unido supone el 12,7% de la población europea. Casi el 16% del PIB. Las exportaciones británicas a la UE suponen el 9% de la riqueza del país y generan casi 2,3 millones de empleo. Una salida del club provocaría caídas del comercio y la inversión en ambos lados, según el laboratorio de ideas CER de Londres. Pero sobre todo supondría un formidable mazazo político: sentaría un precedente con potencial para iniciar un peliagudo proceso de desintegración. Y con efectos secundarios sobre Irlanda (socios privilegiado de Reino Unido), sobre Escocia (con la posibilidad de un nuevo referéndum de independencia) e incluso sobre Estados Unidos, que tiene en Londres su primer aliado en Europa. Los analistas vaticinan también problemas en la política exterior y de defensa de la UE: Reino Unido boxea muy por encima de su peso en esas áreas, y Europa perdería una enorme influencia por ese flanco.

3. LA CAMPAÑA DEL MIEDO. Las fuentes europeas consultadas afirman que el acuerdo no está cerrado: se garantizan así el foco durante las próximas 48 horas. En el caso improbable de que no haya acuerdo o de que el pacto no satisfaga a Cameron, los tories harían campaña por abandonar la UE y podrían decantar la balanza definitivamente. Un consejo desastroso para los intereses de Cameron elevaría la probabilidad de Brexit (en torno al 30% actualmente, según el think tank Eurasia). Pero las fuentes consultadas dan por hecho el acuerdo. Y apuntan que se espera que Cameron anuncie la fecha definitiva del referéndum en Bruselas, el mismo viernes, en cuanto tenga el pacto en su mano. Tanto Londres como Bruselas quieren acelerar todo el proceso, y activar una campaña en la que tanto Londres como su City, Bruselas, Berlín y el resto de socios insistan en la incertidumbre que supondría para la economía de las islas (y para toda Europa) un escenario de ruptura.

4. AMBIVALENCIA ANGLOSAJONA. Europa es una estructura diseñada para fomentar la estabilidad. Irónicamente, el euro ha sido oficialmente declarado como la principal fuente de riesgo económico global en los últimos años, y Europa afronta un escenario plagado de riesgos: al nuevo capítulo de la crisis financiera (Deutsche Bank, Italia, Portugal) se une la interminable crisis económica (el paro está en el 10%, hay peligro de deflación y la eurozona es la única de las grandes economías del mundo que no ha recuperado los niveles de PIB precrisis), la crisis migratoria (que está mutando en crisis política en Alemania) e incluso el problema geopolítico que supone Ucrania y el conflicto con Rusia. El Brexit redondea ese arsenal de peligros. Con ese caldo de cultivo, tanto los conservadores como los laboristas británicos llevan años haciendo periódicos llamamientos a la introducción de reformas en el continente, y en lo peor de la crisis abogaron incluso por profundizar en una unión política “en la que Gran Bretaña jamás se integraría” (David Marsh, Europa sin euros). La incertidumbre sobre el proyecto europeo aligera la presión sobre Reino Unido para que tome una decisión definitiva sobre su relación con el bloque del euro, marcada por una enorme ambivalencia. El tono contradictorio y de doble filo de las perspectivas británicas sobre el euro tiene una larga tradición tras de sí: en las tres últimas décadas el euroescepticismo se ha instalado incluso entre las élites británicas.

Cameron y la prensa conservadora confían en convencer a los votantes de que lo que les conviene es seguir en el club. Las encuestas no dejan claro, ni mucho menos, que los británicos vayan a seguir el camino marcado por su primer ministro, que este viernes se convertirá en una suerte de eurófilo si finalmente le dan lo prometido. Lo paradójico es que justo ahora Europa es ya muy inglesa: “Grande, flexible, librecambista, abierta, profundamente no-francesa”, describe una fuente diplomática.

5. ESPAÑA. El Gobierno español defendió este miércoles en Madrid el acuerdo con Reino Unido ante el escepticismo o el rechazo de los partidos. Rajoy defiende públicamente que el pacto concluye garantías suficientes, incluso en el espinoso asunto de los trabajadores extranjeros. Las fuentes consultadas en Bruselas son mucho menos amables: frente a quienes achacan las medias tintas de España a la inestabilidad provocada por tener un Gobierno en funciones, los diplomáticos dudan de que con un Ejecutivo perfectamente asentado la posición fuera distinta. España ha plantado algo de cara en todo lo relativo a la gobernanza económica, apoyándose en Francia, el verdadero ariete por ese flanco. Y poco más, pese a que los funcionarios europeos destacan que la inmigración española hacia Reino Unido es cada vez más importante. Se calcula que hay en torno a 200.000 españoles en suelo británico: en torno a 2.000 personas podrían perder derechos si la cumbre da el visto bueno al acuerdo y Reino Unido vota permanecer en el referéndum. Podemos hablaba ayer en el Congreso de los “exiliados económicos” españoles. Puede que ese pacto no cambie drásticamente el panorama. Pero es un indicador sólido de que, al menos políticamente, los inmigrantes españoles, polacos, italianos y rumanos ya no son tan bien recibidos.

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Sobre la firma

Claudi Pérez
Director adjunto de EL PAÍS. Excorresponsal político y económico, exredactor jefe de política nacional, excorresponsal en Bruselas durante toda la crisis del euro y anteriormente especialista en asuntos económicos internacionales. Premio Salvador de Madariaga. Madrid, y antes Bruselas, y aún antes Barcelona.

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