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Los candidatos ‘antiestablisment’

Bernie Sanders se presenta como la némesis de Trump, pero los dos intentan responder a un electorado desengañado

Bernie Sanders saluda a unos simpatizantes en Atlanta (Georgia).
Bernie Sanders saluda a unos simpatizantes en Atlanta (Georgia).JIM YOUNG (REUTERS)

Las victorias de Bernie Sanders y Donald Trump en las primarias de New Hampshire, el pasado 9 de febrero, no representan exactamente una premonición, pero ilustran la pujanza del populismo en la carrera hacia la Casa Blanca, y establecen una conexión 'antiestablish­ment' entre dos candidatos al mismo tiempo antagónicos: hombre rico-hombre pobre, cristiano-judío, xenófobo-filántropo, instinto-neuronas, pistolero-pacifista, antipolítico-político, carismático-corriente, ultraliberal-socialista, individualista-colectivista.

Podría añadirse en este juego de las diferencias la más convencional de todas, republicano-demócrata, pero las expectativas de Trump y de Sanders se explican precisamente por la distancia que han adoptado respecto al viejo paradigma. Necesitan ambos matizar su distancia del sistema, responder a la congoja de un electorado desengañado, descreído, aunque hayan emprendido caminos contrapuestos de proselitismo. Trump erige su mesianismo desde el miedo, apelando a las vísceras y a la buena salud del chivo expiatorio. Bernie Sanders lo hace desde la utopía, estimulando el eslogan de un mundo mejor y más justo, confortado en el idealismo.

Ahí radica su adhesión orgánica y retórica a los fenómenos políticos que han prorrumpido en Grecia, Reino Unido y España, trasladando los síntomas y las ambiciones de una internacional de nuevas izquierdas sobre el cadáver de la antigua o anticuada socialdemocracia. Lo dijo el propio Sanders cuando Jeremy Corbyn se convirtió en el líder de los laboristas el pasado mes de septiembre: “Necesitamos un líder en cada país del mundo que recuerde a los millonarios que no pueden tenerlo todo” (The Huffington Post).

No podía sospechar entonces Sanders que las primarias fueran a convertirlo en la opción estadounidense, precisamente en perfecta oposición al icono de millonario insaciable. Trump es la expresión del mal. Un populismo al que se debe y puede combatir con otro populismo, dotado este último de una legitimidad moral porque extiende la mano al inmigrante, abandera el pacifismo, clama por la redistribución de la riqueza, devuelve al Estado un papel tutelar y fomenta la conciencia medioambiental, a expensas de los petroleros que están corrompiendo el planeta.

Sanders ha localizado la zona cero en Wall Street igual que el papa Francisco, y se les han sumado Iglesias y Corbyn

El ideario lo ha hecho suyo el papa Francisco. O ha sido el pionero en divulgarlo, de tal manera que la agonía de la izquierda populista en América Latina —Kirchner constituye el último ejemplo— se produce al mismo tiempo que la resucita el páter bonaerense Bergoglio, un pontífice muy político, cuyas condenas al dinero y a la injusticia social, vinculadas a la épica de la teología de la liberación, se han granjeado la admiración de los nuevos líderes izquierdistas. Empezando por Pablo Iglesias y por la rehabilitación coyuntural de una doctrina católica que evoca los escritos de Léon Bloy (1846-1917) y su azote a la casta abyecta de los millonarios. Concibió el autor francés el ensayo La sangre del pobre (1909) para denunciar la ecuación según la cual la riqueza de unos se produce por la pobreza de los otros, o a expensas de ellos, estableciendo una causalidad de la que discrepan muchos economistas —no sólo liberales— y en la que coinciden Sanders, Corbyn e Iglesias.

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Se han hecho los tres franciscanos y no han podido reclutar a Alexis Tsipras, porque el pionero del desafío a las políticas de austeridad ha sido castrado por Angela Merkel, domesticado como el Hediondo de Juego de tronos, y expuesto incluso como un escarmiento a las ideas revolucionarias.

Otra cuestión es interpretar el gatillazo de Tsipras como un accidente prosaico, casi inevitable, en la construcción de una internacional a la izquierda de la izquierda que tanto denuncia la inanición de la socialdemocracia —el socialismo francés y la sinistra italiana han mutado hacia posiciones conservadoras—, como se contrapone al populismo feroz, excluyente, identitario de la extrema derecha —Francia, otra vez, y también Orban o Farage— un populismo de cualidades pedagógicas, evangélicas.

“En su naturaleza volátil, el populismo puede encenderse desde la reforma o desde la reacción, desde el idealismo o desde los enemigos exteriores”, escribía George Packer en la revista The New Yorker matizando las diferencias —y las connivencias— entre Trump y Sanders. “El populismo es una actitud y una retórica más que una ideología. Se plantea la batalla del bien contra el mal, aportando soluciones simples a problemas complejos”, añadía.

Sanders ha localizado la zona cero en Wall Street. Igual que ha hecho el papa Francisco. Y se les han ­adherido Iglesias y Corbyn con un programa embrionario, voluntarista e ingenuo que aspira a convertirse en criterio general de regeneración democrática. Se trata de presionar fiscalmente a las rentas altas, de poner límites y condiciones a los tratados de libre comercio —muchos de ellos fomentados por Obama…—, de devolverle al Estado antiguas prerrogativas —cuestionando incluso la cesión de soberanía que justifica el proyecto comunitario—, de afrontar con sentido humanitario las emergencias de los flujos migratorios, de discutir el papel geopolítico de la OTAN, de fomentar el pacifismo y de asumir una responsabilidad específica en la protección del planeta.

Es una alianza de intereses que no exige contraprestaciones metafísicas, ni obediencia eclesiástica. De hecho, la credibilidad iconoclasta de las nuevas fuerzas políticas consiste en haber abjurado de cualquier expresión del sistema. Bernie Sanders repudia el dinero con que quieren financiarlo algunos millonarios demócratas, del mismo modo que Jeremy Cor­byn representa la contrafigura del laborismo convencional. Y reivindica para sí, como Iglesias, una suerte de sinceridad, de virginidad, respecto a los grupos de presión económica, o frente a la abstracción de los poderes fácticos, sabiendo además que su discurso asambleario seduce a las clases desfavorecidas tanto como interesa a los urbanitas y a los universitarios.

El gran desafío consiste en la modulación del diagnóstico a las soluciones. Y en el salto de la retórica y del voluntarismo a la realidad, con el problema que supone la exageración del gasto público, el tratamiento sentimental del problema migratorio y hasta la candidez del pacifismo en tiempos de probada ubicuidad terrorista. Incurriría este populismo en el idealismo, incluso en la demagogia, pero el populismo de Trump y de Le Pen, construido desde la psicosis, la pureza étnica y la identidad, despierta los peores fantasmas de la sociedad, y nos lo hemos tomado a broma hasta que la Casa Blanca y el Elíseo se les han puesto a tiro de piedra.

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