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Columna
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¿Todo inocente es un hijo de perra?

Cómo moverse en un mundo en el que se ha vuelto imposible no ver el mal que se practica

El delfín que murió por deshidratación, mientras varias personas lo fotografían.
Eliane Brum

Recuerdo una escena de la primera película de la trilogía Matrix, icono del final del siglo 20. Los miembros de la resistencia eran aquellos que, en algún momento, se habían dado cuenta de que la vida cotidiana era solo una trama, un programa de ordenador, una ilusión. La realidad era un desierto en el que los rebeldes luchaban contra “las máquinas”, en un mundo sin belleza ni sabor. Se hacía en él una elección: tomar la píldora azul o la roja. Quien eligiese la roja dejaría de creer en el mundo como nos viene dado y pasaría a enfrentarse a la verdad de la condición humana.

En la escena que me interesa recordar aquí, un traidor de la resistencia negocia los términos de su rendición mientras disfruta de un suculento filete. Él sabe que el filete en realidad no existe, que es un programa de ordenador el que hace que lo vea y sienta el olor y el sabor de la carne, pero se pone las botas. Le entregaría el alma a las máquinas a cambio de volver en la mejor posición —rico y famoso— al mundo de las ilusiones. Delataría a los compañeros si le fuese devuelta la inocencia sobre la realidad de lo real. Sacrificaría la lucha, a sus amigos y su ética a cambio de un deseo: volver a ser ciego. O volver a creer en el filete.

La frase exacta, pronunciada mientras mira un trozo de carne espetada en el tenedor, es: “Sé que este filete no existe. Sé que, cuando lo meto en la boca, la Matrix le dice a mi cerebro que es suculento y que está delicioso”. Hace una pausa: “Después de nueve años, ¿sabes de qué me dado cuenta? De que la ignorancia es maravillosa”.

En aquella época, víspera del cambio de milenio, la película le ofreció al público una puerta al debate filosófico sobre lo real. Tomar la píldora roja pronto se convirtió en una metáfora para quien elige ver la Matrix, o ver más allá de las apariencias. Desde entonces, en estos últimos años de corrosión acelerada de las ilusiones, pienso que la elección se ha vuelto mucho más complicada.

La ilusión, que jugó un papel estructural en la constitución subjetiva de nuestra especie, puede ya no estar a nuestro alcance

Tal vez el malestar de nuestro tiempo sea el de que ya no es posible elegir entre la píldora azul y la roja, o entre seguir ciego o empezar a ver lo que está por detrás de la trama de los días. El malestar se debe al hecho de que tal vez ya no exista la píldora azul, o de que ya no sea posible la ilusión, que jugó un papel estructural en la constitución subjetiva de nuestra especie a lo largo de milenios.

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Si fuese uno de nosotros el miembro de la resistencia dispuesto a traicionar a sus compañeros, a negociar la rendición ante las máquinas por un suculento filete en un restaurante, aquí, ahora, y ya no a finales de los años 90, el dilema podría sufrir una dislocación. El drama no sería ver el filete como un filete, en el sentido de poder creer que existe, así como creer que el restaurante existe y que el escenario al que llamamos mundo existe tal como está ante nuestros ojos.

No. El dilema actual puede también ser este, pero solo en la medida en que también es otro. El drama es que creemos en el filete, sabemos que existe y sabemos que está rico. Deseamos el filete, nos ponemos las botas y tenemos placer con él. Pero, al mirarlo, no vemos tan solo “el desierto de lo real”, sino algo mucho más encarnado y cada vez más ineludible: vemos al buey.

Es terrible ver al buey. Y, como ya han descubierto los más sensibles, es imposible dejar de verlo. Nuestra sobrepoblación humana impone ya no matar para comer, la lógica de los vivos. Sino la esclavización y la tortura diaria de otras especies. Millones de bueyes, gallinas, cerdos nacen solo para alimentarnos y viven en campos de concentración a los que les damos nombres mucho más digeribles. Son víctimas de holocaustos diarios sin que ni siquiera hayan tenido una vida.

Animales confinados, encarcelados, que a veces ni siquiera pueden moverse durante toda una existencia. Creamos a profesiones capaces de reconocer en cuestión de segundos si un pollo es macho o hembra, para separar a las hembras, que vivirán exprimidas, muchas veces sin conseguir ni siquiera extender sus alas, poniendo huevos y después convirtiéndose en bandejas en el supermercado, y tirar a los machos a que los muela, todavía vivos, la trituradora de basura. La esclavitud y la tortura/el sacrificio y la basura, estos son los destinos a los que determinamos a los pollos.

Somos los nazis de otras especies, y producimos holocaustos cotidianos

Somos los nazis de otras especies. Y, si antes era posible ignorarlo, descalificar la cuestión como algo de menor importancia o como una cosa de los “forofos de la lechuga”, internet y la difusión de la información han hecho que sea imposible no ver el ojo del buey. Al mirar el filete, el ojo del buey nos mira a nosotros. El ojo vítreo de quien está aterrado porque presiente que camina hacia el corredor de la muerte, el buey que se caga de miedo mientras lo obligan a dar el paso hacia el sacrificio, el buey que intenta escapar, pero no encuentra una salida. El ojo del buey llega incluso a gente como yo, a la que se puede clasificar en la categoría de los “forofos del churrasco”.

La publicidad del siglo 20 ha perdido la resonancia en tiempos de Internet. Porque ya no es posible la ilusión. Nada era más puro que la leche blanca obtenida de una vaca en el pasto. Se podía creer en la imagen bucólica del alimento sano. Nuestra leche venía del paraíso, de nuestro pasado rural perdido, de la vida en los bosques de Walden. Así como la larga serie de productos originados a partir de él, como el queso, el yogur y la mantequilla.

Pero la vaca de la imagen no existe. La vaca, en realidad, nace en cautiverio, hija de otra esclava. La vaca que casi no se mueve, cuya existencia consiste en una larga serie de violaciones mediante instrumentos que se le meten por el cuerpo para fecundarla con el semen de otro esclavo. Entonces se queda embarazada una y otra vez de becerros que le secuestrarán para convertirlos en filetes, para que sus tetas sigan dando leche, que le sacarán otras máquinas. Y, como sabemos eso, la leche que llega a nuestra mesa ya no puede ser blanca, sino roja de horror de la vaca cuyo cuerpo se ha convertido en un objeto, la vaca para quien cada día es tortura, violación y esclavitud.

Para no beber sangre, buscamos en los anaqueles leches de origen vegetal. Los vegetales no gritan. La soja, tan solo uno de tantos ejemplos. Filetes de soja, hamburguesas de soja, salchichas de soja, leche de soja. Pero, ¿cómo ignorar la deforestación, la destrucción de ecosistemas enteros y, con ellos, toda la vida que allí había? ¿Cómo ignorar que la soja puede haber sido plantada en tierra indígena y que, mientras se convierte en mercancía en el supermercado, los jóvenes guaraní kaiowá se ahorcan porque ya no saben cómo vivir? Ya no es posible fingir que no vemos eso. Así que ni los veganos más radicales pueden salvarse del pecado original.

Los más sensibles sienten la textura de su ropa y saben que se cose con carne humana

Miramos nuestra ropa y, horrorizados, sabemos que en algún lugar de la línea globalizada de producción fue salpicada de sangre de niños, hombres y mujeres en régimen de trabajo análogo a la esclavitud. Como la pareja que murió abrazada en la fábrica de Bangladesh y generó la fotografía que conmovió al mundo, pero no eliminó el horror que siguió a escala industrial. O incluso un inmigrante boliviano metido en un cuarto insalubre, que trabaja durante horas y horas por casi nada, justo aquí al lado. Pero los más sensibles sienten la textura de su ropa y saben que se cose con carne humana. Y ya no saben cómo vestirla. Tampoco saben cómo darles juguetes a sus hijos, porque saben que las muñecas, los cochecitos, los castillos y los dinosaurios contienen la sangre de los niños sin infancia, o la de sus madres y padres.

Ya no se puede llevar a los niños a los zoológicos o acuarios, porque sabemos que la única educación próxima a la verdad allí es la del horror al que se somete a los animales para exponerlos, por mejor que sea la imitación de su hábitat. Me acuerdo de un reportaje que fui a hacer a un parquezoológico, planificado para ser divertido, y solo pude contar, entre otros horrores, que mantenían al babuino llamado Beto a base de valium para evitar que se arrancase pedazos de su propio cuerpo. Incluso dopado se lanzaba contra los barrotes, les tiraba heces a los visitantes y le pegaba a su compañera. Pinky, la elefanta, vivía sola. Sus dos compañeros habían muerto al caer en el foso cuando trataban de escapar del cautiverio. Ahora sabemos que los delfines y las ballenas de los espectáculos acrobáticos son esclavos brutalizados para servirles como entretenimiento a los humanos.Y, puesto que lo sabemos, quienes disfrutan de estos espectáculos de muerte pueden descubrirse ya no como familias felices en un momento de ocio, como en las imágenes de los folletos publicitarios, sino como hordas de sádicos.

En el simple acto de encender la luz hay una conciencia de que estamos destruyendo el mundo de alguien y de que ya nada será sencillo. En este momento, para mencionar solo un ejemplo, decenas de miles de personas ya han perdido sus casas en el río Xingu, en la Amazonia, para que se pueda explotar la planta hidroeléctrica de Belo Monte. Los pueblos indígenas que viven en la región afectada ya no consiguen soportar el aumento exponencial de los mosquitos desde que empezó a llenarse el lago de la planta, lo que cambió el ecosistema y diezmó las culturas, en lo que la Fiscalía Federal de Brasil ya ha denunciado como un etnocidio. Los impactos apenas han comenzado y, en menos de tres meses, ya han muerto más de 16 toneladas de peces. Y tal vez también esté llegando a su fin el tiempo en el que era aceptable contar vidas por toneladas, aunque se trate de vidas de peces.O de la muerte de peces. Un dedo en el interruptor y una cadena de muertes. Y ahora también ya sabemos eso.

Al pedir un café y pan con mantequilla en la panadería, nos implicamos en una cadena de horrores

El tiempo de las ilusiones ha llegado a su fin. Ningún acto de nuestra vida cotidiana es inocente. Al pedir un café y pan con mantequilla en la panadería, nos implicamos en una cadena de horrores causados a animales y a humanos involucrados en la producción. Cada acto banal implica una decisión ética, y también una opción política.

La descripción de las atrocidades que cometemos de forma rutinaria puede seguir aquí a lo largo de miles de caracteres. Comemos, nos vestimos, nos entretenemos, transportamos y nos transportamos a expensas de la esclavitud, de la tortura y del sacrificio de otras especies y también de los más frágiles de nuestra propia especie. Somos lo peor que le ha sucedido al planeta y a todos los que lo habitan. El cambio climático ya anuncia que no solo le tenemos miedo a la catástrofe, sino que nos hemos convertido en la catástrofe. Esta vez, no solo para todos los demás, sino para nosotros mismos.

Ya no es posible la píldora azul, o ya no es posible sumarse a las ilusiones. Hay varias implicaciones profundas en una época en la que el conocimiento no libera, sino que condena. Comenzando, tal vez, por la pregunta: ¿Quién es el inocente en un mundo donde la inocencia ya no es posible? ¿Sería el inocente el peor humano de todos? ¿Sería inocente un psicópata?

¿Qué haremos, subjetivamente, ahora que estamos condenados a ver? Las redes sociales nos han dado algunas pistas. Lo que hizo internet fue arrancarle a la humanidad las ilusiones sobre sí misma. Lo cotidiano en las redes sociales nos mostró la verdad que siempre ha estado ahí, pero estaba protegida —o mediada— por el mundo de las apariencias. Sobre esto escribí una columna, titulada La estupidez del mal, que puede leerse aquí. Las implicaciones de perder este velo tan arduamente tejido son profundas y acaban de empezar a investigarse. El impacto en la subjetividad estructural de nuestra especie es tremendo, exactamente porque es estructural y se derrumbó en un espacio de tiempo muy corto, casi en un sollozo.

Ya no es posible pensar solo en los humanos cuando se aborda la cuestión de los derechos

¿Qué haremos ante la desaparición de la píldora azul, la que garantizaba las ilusiones? Aún se ridiculiza a aquellos que plantean este tema, pero menos que en el pasado. El chiste también se vuelve anacrónico. Las interrogaciones vienen cambiando, y ya no es posible afirmar, sin revelar una considerable ignorancia, inclusive sobre la ciencia producida, que los animales no tienen una vida mental ni emocional, que son “irracionales”. O, por recordar un argumento religioso, “que no tienen alma”. Toda la ideología que un día justificó la esclavitud de los seres humanos, hasta que se puso en cuestión, se derribó y se transformó en una mancha de crimen y vergüenza en la historia de la humanidad, ha pasado a ponerse en jaque ahora también con respecto a los animales.

Cada vez más, las otras especies empiezan a verse como diferentes, ya no como inferiores. Así que, en el campo de la ética, se plantean cuestiones fascinantes y mucho más espinosas. Incluso el término “derechos humanos” pasa a ser cuestionable, porque pensar solo en “humanos” ya no es posible. Desde el momento en el que nos convertimos en la propia definición de catástrofe, el concepto de “especie”, en su expresión cultural, se disloca. Otras formas de entender y nombrar el lugar de los humanos pasan a ocupar más espacio en el horizonte filosófico y en el ejercicio de la política.

Queda el cinismo, siempre el último reducto. Decir que, ante el hecho de que más de 7.000 millones de seres humanos ocupan el planeta, un número en aumento, no hay otra forma de comer y vestirse que no sea mediante la explotación, la esclavitud y la tortura es la afirmación más obvia. Es la afirmación expandida utilizada para todas las desigualdades de derechos. Desde que no sea yo —o uno de los míos— el sacrificado, no pasa nada.

Vale la pena dedicarles un párrafo a los cínicos, esa categoría que prolifera con el ímpetu del mosquito Aedes aegypti por Brasil y por el mundo entero. El cínico es aquel que mira con calculado hastío a todos los demás, porque cree que entiende el mundo como realmente es. Él es quien sabe de las cosas, el único espabilado. Todos los demás son loquitos con ideas poco realistas. El cínico es aquel que deja el mundo tal como está. Pero quizás, en este momento, el cínico sea el único inocente. Su inocencia es creer que la píldora azul aún está disponible.

¿Cómo ser ético en un mundo sin ilusiones, en el que cada acto implica la tortura y el sacrificio de otro?

Hay un precio a pagar por ser capaces de ver, y aun así, asumir el exterminio cotidiano como dado, como una parte intrínseca de la condición de ser humanos. Ni toda la creciente gurmetización de la comida ni todas las narrativas de ficción que cuentan una historia idílica sobre el origen de aquel producto, nada ocultará ese precio. Y nada reducirá su impacto subjetivo. No es fácil vivir en la piel del verdugo. No es sencillo vivir conociéndose a sí mismo. Aquel que se mira en el espejo y se ve cargará esa autoimagen consigo. Y se convertirá en algo que ya no es lo mismo.

Hay una imagen reciente que puede dar algunas pistas sobre este camino. En una playa de Argentina, unos turistas agarraron a un delfín. Algunos dicen que todavía estaba vivo, otros que ya estaba muerto. Vivo o muerto, los turistas solo se preocuparon de sacarse selfis para publicarlos en las redes sociales. El sitio de humor Sensacionalista publicó: “Un delfín muere después de que unos turistas lo sacasen del mar para hacerse selfis y Dios anuncia el recall del ser humano”.

Aun así, quien se horrorizó por la falta de terror ajena, esa noche siguió ante el ojo del buey. ¿Qué hacer ante el ojo del buey? ¿Cómo ser ético en un mundo sin ilusiones, en el que cada acto implica la tortura y el sacrificio de otro, humano o no humano? Si somos los nazis de las otras especies, cuando no de la nuestra, ¿aceptar que así es no sería convertirse en un Eichmann, el nazi juzgado en Jerusalén, que alegó que tan solo cumplía órdenes, el hombre tan banalmente ordinario que inspiró a la filósofa Hannah Arendt a crear el concepto de “banalidad del mal”? ¿No seríamos, a ojos del buey, todos nosotros Eichmann, justificándonos por el sentido común de que es así y de que se hace lo que haga falta para sobrevivir? Si es así, ¿qué implica asumir el vivir en esa piel?

Tal vez estemos, como una especie que piensa sobre sí misma, ante uno de los mayores dilemas éticos de nuestra historia. Sin poder optar por la píldora azul, la de las ilusiones, condenados a la píldora roja, la que nos obliga a ver, ¿cómo construir una elección que vuelva a incluir la ética? ¿Cómo no paralizarse frente al espejo, reducidos o al horror o al cinismo, tras haber eliminado la posibilidad de transformación? ¿Cómo movernos?

Ante el filete que deseamos y el ojo de buey que nos interroga, hay, al menos, una hipótesis cada vez más fuerte: el inocente es un asesino.

Eliane Brum es escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - o avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas.

Sitio web: desacontecimentos.comEmail:elianebrum.coluna@gmail.comTwitter:brumelianebrum

Traducción de Óscar Curros

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