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Los toques, la franela, los botes: cuatro historias de tortura en el Estado de México

Testimonios dan cuenta de torturas cometidas por militares y marinos en Tlatlaya y Tejupilco en 2013

Pablo Ferri
Leonel y Azael, en imágenes de los expedientes.
Leonel y Azael, en imágenes de los expedientes.

1. Azael: toques, descargas eléctricas, bajo la lengua

El 5 de febrero de 2013, a media tarde, varias camionetas de la Marina llegaron a la cantera de Azael Benítez en Tejupilco, a tres horas de la Ciudad de México. Era la primera vez que ocurría. La cantera, ubicada en el Cerro Gordo, es propiedad de la familia de Azael desde hace varias generaciones y ni él, ni su padre, ni sus trabajadores recuerdan una visita parecida. “Llegaron exigiendo saber a quién se le pagaba”, explicaba hace unos meses Azael, un hombre recio, de pocas palabras y mirada desconfiada. Por pagar se refiere a la extorsión, al derecho de piso, al grupo delictivo que exigía una cuota para que Azael y su familia explotaran la cantera.

Aunque efectivamente pagaban, Azael, que entonces contaba 31 años, dijo que ellos no daban dinero a nadie. Se podía meter en problemas, quién sabe, pensó. Los marinos, cuenta Azael, lo subieron a una camioneta. En aquel momento vio a dos civiles en la parte trasera del vehículo. Aunque él lo ignoraba, se llamaban Reynaldo Puebla y Oliver López, vecinos también de Tejupilco. Reynaldo organizaba bailes y Oliver tenía un puesto de tacos. Azael explica que lo marinos les llevaron al recinto feriado de Tejupilco. Llegaron como a las seis de la tarde y les metieron en un lugar cerca de los baños. Azael explica que se dio cuenta por el ruido que hizo una cisterna al descargar. Ahí le volvieron a preguntar que a quién pagaba derecho de piso. “Yo no pago derecho de piso”, contestó.

En ese momento empezaron a golpearle en la cara, a gritarle. Luego le taparon la cara con una bolsa negra. “Me decían que les llevara con la persona a quien pagaba derecho de piso”. Luego, sigue, le quitaron la ropa y le taparon la boca con un trapo mojado, tratando de ahogarle, tres veces. Entre tanto le daban patadas en el estómago. Luego, dice, empezaron los toques, las descargas eléctricas: “en mis dedos de los pies, en mi pantorrilla, en los muslos, debajo del ombligo, debajo de la lengua y en la cabeza”.

De acuerdo al testimonio de Azael, el cuestionamiento de los marinos apenas varió. Después de los toques, le preguntaron que dónde tenían las armas “los que cobran el piso”. Luego le quitaron el calzón, los calcetines, le amarraron las manos a la espalda y le dejaron en el suelo. Azael cuenta que le siguieron golpeando durante toda la noche. Ya amanecía cuando le dijeron que se vistiera.

En sus declaraciones al agente de la procuraduría federal en Toluca, la capital del Estado de México, Oliver López cuenta que aquel 5 de febrero estaba en una ferretería. Tenía que comprar medio kilo de alambre para arreglar un cercado. Esa semana, el grupo de banda Beto y sus Canarios actuaba en una comunidad de Tejupilco y Reynaldo Puebla, el organizador, le había encargado que arreglara la valla del recinto. Salía de la tienda, cuenta, cuando llegó una camioneta de la Marina, se bajaron elementos armados y le dijeron: “ya te cargó la verga”. Se lo llevaron. Serían las 3 de la tarde.

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Más o menos a la misma hora, Reynaldo Puebla entró a una tortillería en la carretera que lleva de Tejupilco a Toluca. Dice que iba a cambiar dinero para el baile, para dar cambio a las taquillas y a las barras. Cuando salió, cuenta, una camioneta de la Marina pasó junto a él y paró. Le dijeron que pusiera las manos en la nuca, el preguntó por qué y le contestaron con una cachetada. Acto seguido le metieron en su camioneta y se lo llevaron.

Oliver y Reynaldo acabaron igualmente en el recinto ferial de Tejupilco. Oliver no menciona que los marinos le torturaran, pero Reynaldo dice que le llevaron a un cuarto y le ordenaron que se desnudara. Luego le echaron agua fría y le dieron toques por todo el cuerpo. Entre tanto le preguntaban por “El Cholo, El Chilindrino y el Goyo”. Le dijeron también que él era carnicero y que recientemente había recibido un cargamento de armas en San Pedro Limón, municipio de Tlatlaya.

Apenas un año y medio más tarde, el nombre de San Pedro Limón estaría en boca de todo el mundo en México, por la supuesta ejecución de civiles a manos de militares en una bodega de la comunidad.

Después de una noche de torturas y vejaciones, Azael, Reynaldo y Oliver fueron presentados ante las autoridades por un supuesto delito contra la ley federal de armas. Dijeron que les habían encontrado un fusil calibre 7,62, cartuchos, cargadores y tres granadas de fragmentación.

La difusión la semana pasada de un video en que dos militares y un policía federal torturan a una mujer cuestiona la manera de trabajar de las Fuerzas Armadas en México. Este suceso ocurrió a principios de 2015 en Ajuchitlán del Progreso, en la Tierra Caliente de Guerrero. Tejupilco es la puerta de entrada a la Tierra Caliente desde el Estado de México. Al sur de Tejupilco, Tlatlaya linda con Arcelia, pueblo vecino de Ajuchitlán. Tejupilco linda con Luvianos, puerta de entrada igualmente a la Tierra Caliente. La Marina mantiene una base en Luvianos desde hace años.

Los métodos de interrogatorio –la tortura– que describen Azael, Raymundo y Oliver, así como las historias que siguen, coinciden con el contenido del video de Ajuchitlán. En una de las secuencias, la cabo amenaza a la mujer: ¿Quieres agua, quieres bolsa, quieres toques? Son esas tres modalidades, precisamente, las que se describen en estos testimonios.

Los datos de estas historias se obtuvieron de los expedientes de los casos, de los que EL PAÍS tiene copia, así como de entrevistas con sus protagonistas, la mayoría al interior del Centro de Readaptación Social de Santiaguito, en Almoloya de Juárez, Estado de México.

2. Sacramento, botes en el estómago

El martes 4 de junio de 2013, pasado el mediodía, un convoy de la Marina llegó a casa de Sacramento Aguilar, en la comunidad de El Naranjo, en Tlatlaya, en el Estado de México. Sacramento, un migrante que trabajó durante años en Estados Unidos en un concesionario de carros usados, apenas se inquietó. Le preguntaron si podían hacer una revisión. Contestó que sí. Aunque no es lujosa, la casa de Sacramento es grande, de dos plantas, con el jardín bien cuidado. En el garaje, Sacramento gestiona una planta de tratamiento de agua: La depura, la embotella en garrafas y la vende. Comparada con las casas de alrededor, la de Sacramento llama ligeramente la atención. “Yo no tengo nada que esconder”, explica, “por eso les permití entrar”.

Los marinos entraron a revisar la casa. Minutos después uno de ellos se dirigió a Sacramento y le preguntó si era “mañoso”, mafioso. Él dijo que no y el otro contestó que “ya sabían que tenía una orden de arresto”. Sacramento pidió que le enseñaran orden y le contestaron que no, que qué se creía, que no le tenían que enseñar nada y que ya le habían “fregado”. Ya entonces le apresaron. Primero, dice Sacramento, intentaron meterle en su camioneta y llevárselo ahí, pero resulta que el vehículo se había quedado sin batería. Luego le cubrieron la cara, le metieron en su pick up y salieron.

Sacramento dice que los Marinos marcharon rumbo a Arcelia. Lo sabe porque su casa yace junto a la carretera que une el centro urbano de este pueblo con el de Tlatlaya. Si vas a la derecha, vas a Arcelia, que queda a apenas 15 minutos en carro.

Le estuvieron paseando toda la noche. Los marinos, dice, le exigían que les diera “nombres de gente mañosa”, que de lo contrario le iban a “chingar”. Sacramento, que conoce a integrantes de La Familia, la banda delictiva que domina la zona –como Azael, como muchos de los vecinos con los que he hablado en Tierra Caliente durante el último año y medio– dijo que no sabía nada. “Me decían ‘ponme a uno chingón y te vas para casa’ y como no accedí me empezaron a golpear”. Los marinos detuvieron la camioneta, tiraron a Sacramento al suelo y empezaron a patearle. Unos se subieron en sus pies, otros en el estómago, botaban. Luego le empezaron a echar agua en la cara y él sentía que se ahogaba.

Después de varias horas de vueltas y golpes, Sacramento fue presentado ante las autoridades por un supuesto delito contra la salud. Dijeron que le habían encontrado nueve kilos de marihuana y 30 gramos de metanfetamina.

3. Leonel, la toalla y el agua

El 8 de noviembre de 2013, más o menos a la una de la tarde, Leonel Hernández volvía a casa de hacer unas compras en Arcelia. La casa de Leonel está en el poblado de Rincón Grande, Tlatlaya, muy cerca de El Naranjo. Unos kilómetros antes, en el poblado de Nuevo Copaltepec, el Ejército había instalado un puesto de control. Cuando llegó su turno, uno de los soldados, que le vio, dijo: “hey, hijo de tu puta madre, a ti te busca la Marina”.

Cerca de Nuevo Copaltepec, en San Antonio del Rosario, el 102 Batallón de Infantería del Ejército mantiene una base de operaciones. En septiembre de 2014, la base de operaciones llegó a oídos de la opinión pública mexicana por su papel en el caso Tlatlaya. Soldados del batallón destinados allí habían participado en un supuesto enfrentamiento con un grupo delictivo, del que murieron 22 integrantes. Una testigo denunció más tarde que los soldados habían ejecutado a parte de los 22. La procuraduría federal acusa ahora a tres soldados de homicidio.

Ordenaron a Leonel que bajara de su vehículo, lo revisaron. En la fila de carros que aguardaba el control, Leonel vio a varios conocidos. Le saludaron. Algunos movieron la cabeza como preguntando qué pasaba. Cuando acabaron la revisión, los militares le indicaron que subiera a la parte de atrás del carro. Leonel se subió y dos militares abordaron la parte delantera. Leonel cuenta que avanzaron como 50 metros y luego pararon. Esperaron que una de las camionetas del Ejército les superara y luego la siguieron. Tomaron el camino con dirección a Tlatlaya. En El Naranjo dejaron la carretera y agarraron una brecha. Pasaron por unas bodegas y volvieron a parar. Entonces les alcanzó una segunda camioneta militar. Fue en ese momento, dice Leonel, cuando le taparon los ojos con una venda y empezaron a interrogarle. Le preguntaron que dónde se encontraba la mañana, que cooperara o “de lo contrario” le “iban a sembrar una R-15”. Le dijeron que dónde estaban las antenas con que se comunica La Familia. Leonel, que durante un tiempo, años atrás, se había dedicado a la venta de equipos de radio comunicación, dijo que no sabía y que él “no trabajaba para eso”. Luego, dice, llegaron a una casa.

“Me ataron las manos hacia atrás, luego los pies. Me empezaron a echar agua en la cabeza cuando me tenían acostado. Me pusieron una toalla en la cara y con una cubeta me vaciaban (…) Sentía que me ahogaba, mi desesperación era grande”.

Al rato lo levantaron, volvieron a vendarle los ojos y le aventaron a la parte de atrás de la camioneta. Tomaron un camino y en una de esas, en una rendija bajo la venda, alcanzó a ver las viejas bodegas de la Comisión para el Desarrollo Agrícola y Ganadero del Estado de México. Estaba en San Antonio del Rosario, supo. Al rato le quitaron la venda y supo que le habían llevado al cuartel militar que hay en la comunidad. Ahí, en la parte de atrás de la camioneta, pasó toda la tarde. Luego, dice, a eso de las ocho de la noche, le llevaron a Luvianos, a la base de la Marina. Le interrogaron. Leonel les dijo: “señores, ¿mañana no me podrán dar chance de irme a mi casa, yo soy inocente?”. Un marino le contestó: “discúlpeme yo hago mi trabajo, la cuestión jurídica la desconozco”.

El pleito de Leonel con la Marina venía de lejos. En una entrevista concedida a principios de 2015 en el penal de Santiaguito, explicó: “De 2008 a 2011 vendí equipos de radio, de comunicación. El Ejército y la Marina pensaban que les vendía al crimen organizado… Tenía la tienda en Tejupilco y les vendía a todos, a refacciones Juan Olmos y refacciones Arcelia, a la clínica Esquipula de Arcelia, al mes tenía tres o cuatro clientes. A veces no conocía al cliente, sólo llegaba y me decía ‘dame dos radios para comunicarme de una tortillería a otra’. Yo no estaba de acuerdo con esa pendejada. Creían que agarrándome a mí iban a tener sus comunicaciones, pero yo había escuchado que ellos se traen sus técnicos de Morelia”.

En enero de 2011, los soldados agarraron a Leonel, se lo llevaron al cuartel de San Antonio, le interrogaron, le golpearon. Le preguntaban que a quién le vendía los equipos. Por la tarde le llevaron a la sede de la procuraduría federal en Toluca. Leonel dice que le sembraron dos armas, una del calibre .38 y otra del .45. Le condenaron a tres años, pero evitó la cárcel pagando fianza.

El 9 de noviembre de 2013, Leonel compareció ante la fiscalía federal en Toluca, acusado de poseer armas y cartuchos de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas, un fusil M16 y cuatro cartuchos.

“Me lo sembraron”, dijo, “la vez que salí absuelto vendí el negocio de radios. Yo fui profesor toda mi vida. Trabajé en la primera 20 de noviembre de Rincón Grande hasta que me retiré, en 2010. Luego cultivaba mi tierra, el maíz”.

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Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de México desde 2015. Cubre el área de interior, con atención a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. También escribe de arqueología, antropología e historia. Ferri es autor de Narcoamérica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).

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