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India, un oasis de violencia en Colombia

Tres décadas antes de que comenzara el proceso de paz, una comunidad campesina firmó un acuerdo con las FARC, el Ejército y los paramilitares

Ana Marcos
Niños del corregimiento de India, en Colombia, juegan sobre uno de los tractores que el Gobierno ha regalado al pueblo.
Niños del corregimiento de India, en Colombia, juegan sobre uno de los tractores que el Gobierno ha regalado al pueblo.Unidad para las víctimas

Un grupo de niños de entre 10 y 12 años, vestidos con el uniforme verde del colegio, juega encima de tres tractores en una de las calles sin asfaltar, embarradas, del corregimiento de la India. Son los herederos de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare (ATCC), un movimiento social del Magdalena Medio que en mayo de 1987 le plantó cara a las FARC, a los paramilitares y al Ejército colombiano hasta conseguir que firmaran en un papel que no los asesinarían, no reclutarían a sus menores y no los extorsionarían.

Acaban de salir de clase y, como el resto de sus vecinos, han acudido a la llamada de las cámaras y de los políticos que han llegado hasta esta región en el departamento de Santander (con 3.200 habitantes), a unas seis horas al norte de Bogotá, para intentar saldar una deuda de 30 años con la entrega de maquinaria para trabajar el campo gracias al programa de reparación de la Unidad para las Víctimas.

Tres décadas antes de que la guerrilla de las FARC y el Gobierno de Juan Manuel Santos firmen, previsiblemente, en La Habana el final de una guerra de medio siglo, en esta zona de Colombia ya se vivía algo similar a la paz. Milton Téllez Hernández, el alcalde de Landázuri, otra localidad cercana, se atreve a llamarlo “un oasis sin violencia”. El diálogo en estas tierras comenzó a finales de los setenta. En India aún se recuerda cuando el Ejército convocó al pueblo en la plaza y les dijo: “En el término de 10 días optarán por unirse a cualquiera de los grupos armados, armarse en autodefensa, abandonar la región o morirse”. El mensaje iba dirigido a todos aquellos que decidieron colaborar con los frentes 11 y 23 de la guerrilla cuando se creyeron el lema: “Los pobres serán menos pobres y los ricos serán menos ricos”. Y también fue una advertencia indirecta para los paramilitares del M.A.S, los “macetos” como se les conocía, dedicados a “la limpieza de zonas rojas” con independencia de si se trataba de población civil o insurgentes.

“Las palabras del Ejército, que venía haciendo asesinatos selectivos, fueron determinantes para que nos movilizáramos”, recuerda Luis Fernando Serna, de 39 años, el que fuera presidente de la ATCC durante seis (2005-2011), ahora consejero de su hermana Isabel Cristina Serna, actual líder de la asociación. La guerra en la región se llevó de 1982 a 1987, en cinco años, a casi 600 personas. La cifra fue suficiente para que 10 líderes campesinos entre los que se encontraban Josué Vargas, Simón Palacios y Ramón Córdoba fueran al encuentro de tres comandantes de las FARC con el respaldo de más de un millar de vecinos. “Les dijimos: ‘señores guerrilleros les pedimos esta invitación porque ya estamos cansados con lo que ustedes están haciendo con nosotros. De aquí en adelante cuenten con que no reciben beneficio de ningún campesino. Ya no tienen hermanos aquí”, recuerdan Serna y don Ramón, de 78 años y presente en aquel encuentro.

No solo las FARC aceptaron el trato, también el Ejército y los paramilitares. Durante más de 30 meses, según los cálculos de los pobladores de India, se respetó la neutralidad. “Comprendieron que nuestras consignas eran el derecho a la vida, a la paz y al trabajo, que no teníamos ninguna ideología política”, explica Serna. En este tiempo, cesó la violencia y se redactaron una serie de acuerdos para mejorar las vías, comprar la maquinaria agrícola que 30 años después han recibido gracias a los proyectos de reparación colectiva de la Unidad de Víctimas, idear un plan agrario, una tienda de abastecimiento, mejorar las escuelas y llegar a acuerdos con el SENA (Servicio Nacional de Aprendizaje), “la universidad de los pobres donde nos formamos unos cuantos”, dice Luis Fernando Serna.

La endeble paz se rompió el 26 de febrero de 1990 en el restaurante La Tata de la localidad de Cimitarra a una hora de India. La periodista Sylvia Duzán y tres líderes de la ATCC fueron asesinados por paramilitares con la supuesta connivencia del Ejército y la policía cuando estaba realizando un reportaje para BBC sobre las iniciativas de paz en la región. La justicia colombiana sigue buscando a los culpables. Ese mismo año la asociación recibió el Right Livelihood Award, el denominado Nobel de la Paz alternativo. Pero para entonces el cultivo de coca ya ocupaba demasiadas hectáreas en la provincia de Vélez y se había convertido en un negocio muy jugoso para unos campesinos olvidados por el Estado. “Nunca tuvimos el apoyo del Gobierno, siempre ha sido un proceso condenado a la marginalidad”, opina Serna. “Cuando ha gobernado la derecha, los movimientos sociales se asociaban a la izquierda. Solo la mujer de Uribe, Lina Moreno, nos permitió hablar con Santos, en aquel momento ministro de Defensa, y conseguimos acabar con las fumigaciones de glifosato y sacar adelante un proyecto de aulas educativas”.

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Pese al olvido del Estado que llevan años denunciando, en India creen en el proceso de paz, pero no quieren, y así se lo han dicho a las autoridades, convertirse en una futura de zona de concentración de guerrilleros. “Aprendimos a vivir con la violencia, ya pagamos nuestra parte”, resume Javier Fontecha Sandoval, agricultor de la zona. Ninguno niega que la presencia de las FARC se mantiene. Los niños no pueden volver a casa de la escuela por el camino corto. “Por allí no podemos pasar, nos han dicho que hay hombres armadas”, cuenta un grupo de niñas señalando la torre de comunicaciones del pueblo.

Tampoco van a renunciar a las demandas que reclaman desde la fundación de la ATCC. “Queremos que determinadas zonas se protejan como parques naturales, así se podría atraer al turismo, además hay que legalizar los títulos de muchas de estas tierras para explotarlas y vivir de la madera, la yuca o el plátano”, relatan varios miembros de la asociación. No son ciegos al crecimiento de los cultivos de coca y a la venta de las tierras a “ricos de Antioquia”, el departamento vecino. “El Gobierno nos dijo que soñáramos un plan de vida”, dice Serna, “cuando le entregamos 38 medidas [se han cumplido 10 por el momento] nos quitaron uno a uno los pétalos de la flor, es el momento de que se cumpla un proyecto productivo de impacto o la coca seguirá siendo más atractiva. La paz por sí sola da pobreza”.

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Sobre la firma

Ana Marcos
Redactora de Cultura, encargada de los temas de Arte. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Fue parte del equipo que fundó Verne. Ha sido corresponsal en Colombia y ha seguido los pasos de Unidas Podemos en la sección de Nacional. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y Máster de periodismo de EL PAÍS.

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