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¿Fue legítimo lanzar la bomba atómica contra Hiroshima?

Los historiadores de la II Guerra Mundial siguen debatiendo sobre los motivos que llevaron a Truman a utilizar esta arma en Japón

El centro de Hiroshima, en noviembre de 1945
Guillermo Altares

El lanzamiento por parte de Estados Unidos de dos bombas atómicas contra las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, causó un sufrimiento humano difícil de imaginar e imposible de medir. Muchos historiadores consideran que fue una decisión inevitable ante la negativa de Japón a rendirse, una especie de atroz mal menor ante la posibilidad de que el conflicto se prolongase durante meses. Sin embargo, otros expertos creen que fue un ataque estratégico, un mensaje a la URSS cuando Japón, arrasado por los bombardeos convencionales, se encontraba al borde de la capitulación.

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La visita de Obama a Hiroshima este viernes, la primera de un presidente estadounidense a la ciudad borrada del mapa el 6 de agosto de 1945, ha reabierto un debate que va mucho más allá de la historia, sino que se adentra en dilemas difíciles de evaluar en tiempos de paz y en la ética y las normas de las guerras (si estas palabras no representan una contradicción en sí). La Casa Blanca ha dejado claro que el presidente no pedirá perdón por el lanzamiento de la bomba, pero la visita es un reconocimiento del dolor que causó el ataque.

Es imposible medir con los parámetros actuales la situación del verano de 1945. En mayo, los nazis habían presentado la capitulación incondicional en Europa, un continente totalmente arrasado. Los bombardeos masivos contra poblaciones llenas de civiles fueron una estrategia de los dos bandos: ciudades como Dresde, Berlín, Coventry o Caen, en las semanas posteriores al Día D, eran montañas de escombros cuyas ruinas todavía escondían cadáveres. La lectura de la obra maestra del escritor alemán W.G. Sebald Sobre una historia natural de la destrucción (Anagrama) es un espeluznante relato de aquellas tormentas de fuego que el mariscal del aire británico Arthur Harris lanzó contra Alemania.

Los ataques con bombas incendiarias convencionales eran tan devastadores que el peor bombardeo que sufrió Japón fue el de Tokio, que costó la vida a 100.000 personas en la noche del 9 al 10 de marzo de 1945, cuando 330 bombarderos B-29 destruyeron la capital de Japón. Se trata del bombardeo más devastador de la historia. En Hiroshima murieron 140.000 personas, muchas de ellas por la radiación en los días posteriores, y en Nagasaki, 64.000.

Vilñeta de Pies descalzos, de Keiji Nakazawa.
Vilñeta de Pies descalzos, de Keiji Nakazawa.
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La desconfianza entre los antiguos aliados estaba a punto de transformarse en la Guerra Fría –Churchill pronunció su famoso discurso del Telón de Acero en marzo de 1946–. En ese contexto, Estados Unidos estaba llevando a cabo una sangrienta guerra en el Pacífico. Como recuerda el historiador estadounidense Francis Pike, que publicó en 2015 Hirohito’s war, sólo en la batalla de Okinawa, entre marzo y junio de 1945, murieron 12.000 estadounidenses que se enfrentaron a 80.000 japoneses –en las playas de Normandía murieron 2.499–. “El Alto Estado Mayor estimó que la conquista de las principales islas de Japón podría costar 267.000 vidas estadounidenses, mientras que el Departamento de Guerra calculó que esta cifra podría elevarse hasta las 800.000, más del doble de los soldados de EEUU muertos en combate en Europa”, escribió Pike, que forma parte de los historiadores que creen que Japón no tenía la más mínima intención de rendirse.

La revista de historia de la BBC realizó una encuesta en agosto de 2015, cuando se conmemoró el 70º aniversario del lanzamiento de la bomba atómica, entre los principales historiadores occidentales de la II Guerra Mundial sobre la justificación de un ataque tan devastador, cuyas consecuencias eran, además, imposibles de medir por los efectos de la radiación. Antony Beevor, el investigador más conocido del periodo, aseguraba en aquellas páginas: “Pocas acciones en una guerra son moralmente justificables. Todo lo que puede hacer cualquier comandante en jefe es tratar de establecer si una orden puede reducir el número de víctimas. Ante la decisión japonesa de no rendirse, el presidente Truman tenía muy pocas opciones”.

Una plancha de Pies descalzos.
Una plancha de Pies descalzos.

Richard Overy, autor de Por qué ganaron los aliados entre otras obras sobre el conflicto, sostiene en cambio que no fue una decisión “moral sabiendo que la bomba mataría a civiles y, sobre todo, no era necesaria”. “Japón estaba militarmente acabada y un bloqueo y más destrucción urbana hubiesen provocado una rendición en agosto o septiembre”, agregó. Robert James Maddox, autor de Hiroshima in history. The myths of revisionism, sostiene por su parte: “El uso de bombas atómicas fue horrible, pero estoy de acuerdo con el secretario de Defensa de EEUU: ‘Era la última y horrible elección’. Una invasión convencional y bombardeos constantes eran los otros caminos. Por lo tanto, las bombas atómicas salvaron la vida a miles de americanos y millones de japoneses”.

Martin J. Sherwin, autor de American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J Robert Oppenheimer, señaló en cambio en la misma serie de entrevistas: “No, Japón se hubiese rendido de todos modos. Al tirar la bomba atómica, EEUU lanzó al mundo el mensaje de que las armas nucleares eran legítimas en una guerra”.

Las divisiones entre los historiadores se reducen al final a dos argumentos: lanzar la bomba era necesario para evitar la invasión y precipitar la capitulación de Japón o era un crimen de guerra porque la bomba atómica no tenía nada que ver con la rendición de Hirohito, sino con el creciente enfrentamiento con la URSS. Pocos, en cambio, discuten la legitimidad de utilizar un arma de consecuencias devastadoras en una guerra durante la que se rompió cualquier concepto de lo que era moral o inmoral para derrotar a un enemigo que, nunca se puede olvidar, cometió crímenes tan salvajes que fue necesario inventar una nueva palabra, genocidio, para describirlos.

El relato en manga de un 'Hibakusha'

Visitar Hiroshima es una experiencia espeluznante, no porque quede ningún resto, sino por todo lo contrario: se comprueba la magnitud y la escala de la destrucción desatada en apenas unos segundos. Las famosas sombras que dejaron sobre el asfalto algunas víctimas que se evaporaron por el calor y la radiación son un recuerdo de la capacidad de destrucción que puede alcanzar el ser humano.

La bomba atómica fue lanzada a las 08.15 de la mañana por un solitario bombardero B-29, el Enola Gay. Precisamente, al tratarse de un solo avión, muchos habitantes de la ciudad no corrieron hacia los refugios. Muy pocos edificios quedaron en pie, el más famoso de ellos es la Cúpula de la Bomba atómica, el esqueleto de lo que fue una construcción de 1915 que milagrosamente resistió al impacto, pese a que la zona cero se encuentra muy cerca –la bomba estalló antes de tocar el suelo, pero una placa señala el lugar exacto sobre cuya vertical se produjo la primera explosión nuclear de la historia–.

Los relatos sobre lo que ocurrió aquella mañana son numerosos, desde Lluvia Negra, de Ibuse Masuji hasta la obra maestra de John Hershey, el primer periodista que relató los efectos de la radiación y las historias de las víctimas. Se acaba de terminar de publicar en español uno de los más atroces, Pies descalzos, un manga (cómic japonés) en cuatro largos volúmenes de Keiji Nakazawa, nacido en 1939 y fallecido en 2012. Este dibujante, superviviente de la bomba –los llamados hibakushas, que vivieron marginados e ignorados en Japón durante décadas–, traza un relato realista de los efectos del bombardeo, pero también del terror, el hambre, la enfermedad, la degradación física y moral que padecieron las víctimas durante los meses posteriores a la explosión. El gran dilema que plantea la bomba es que los miles de muertos que causó la explosión en sí fueron sólo el principio del horror.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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