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Un polvorín llamado Malí

La violencia yihadista y el enfrentamiento entre grupos armados golpea a diario al país saheliano

José Naranjo
Agentes maliense muestran una bandera yihadista hallada en un hotel de Bamako, atacado en noviembre de 2015.
Agentes maliense muestran una bandera yihadista hallada en un hotel de Bamako, atacado en noviembre de 2015.REUTERS

El pasado 7 de agosto, un vehículo de Naciones Unidas que escoltaba un convoy humanitario cerca de Aguelhoc, al norte de Malí, saltaba por los aires tras pisar una mina con el resultado de un casco azul chadiano muerto y otros cuatro heridos. Esa misma noche, un hombre armado conseguía colarse en un concierto de rap en Gossi, región de Tombuctú, disparando a diestro y siniestro con un fusil y asesinando a un joven. Al día siguiente, terroristas atacaban una posición del Ejército maliense en Mopti, centro del país. Cinco soldados han desaparecido. Estos tres incidentes en sólo 24 horas son una buena muestra de lo que pasa en Malí, un país que se desliza por el abismo de la violencia sin que nadie encuentre la fórmula para detener la caída.

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Es un goteo constante, una sucesión de más de un centenar de ataques y atentados solo este año que han provocado decenas de muertos. “Ya ni llama la atención, nos estamos acostumbrando”, asegura Cheikh Ditteye, un residente en Tombuctú. El cóctel tiene múltiples ingredientes. De un lado, la increíble capacidad de resistencia y adaptación de los movimientos yihadistas presentes en Malí que, tras el enorme impacto que les supuso la Operación Serval liderada por el Ejército francés en 2013, parecen no sólo haberse recuperado del golpe sino que están en franca expansión. Subidos una vez más al carro de las reivindicaciones comunitarias, en este caso de la etnia peul, el terrorismo salafista ha logrado asentarse en el centro del país, sobre todo en la región de Mopti.

Si en el norte la violencia se dirige sobre todo contra los efectivos de Naciones Unidas convirtiéndola en la misión con más víctimas mortales de toda la historia de la ONU (una treintena en lo que va de año), en el centro del país son las Fuerzas Armadas malienses las que parecen estar en su visor. El ataque del pasado 19 de julio a un cuartel de Nampala, que provocó 17 soldados fallecidos, es una muestra de esta escalada. Entre los principales movimientos instalados en Mopti destaca una facción de Ansar Dine, el grupo terrorista liderado por el wahabita tuareg Iyad Ag Ghali, y el Frente de Liberación de Macina, inspirado por el predicador radical Amadou Kouffa.

Pero su avance no se detiene ahí. En 2015, dos atentados golpearon en la mismísima Bamako, en el bar La Terrasse y el hotel Radisson Blu, y durante el presente año la violencia yihadista procedente de Malí ha alcanzado ya a dos de sus vecinos, Costa de Marfil y Burkina Faso, en sendos ataques a una zona turística y un hotel. El máximo responsable de esta internacionalización del salafismo es el escurridizo Mojtar Belmojtar al frente de Al Morabitún, un grupo que opera bajo las faldas de la franquicia Al Qaeda que quiere seguir mostrando su liderazgo en África occidental frente a su competidor, el Estado Islámico, muy activo en el noreste de Nigeria y el Lago Chad a través de Boko Haram.

Sin embargo, el problema no es solo yihadismo. El telón de fondo, el verdadero drama interno que desangra a Malí, son los conflictos intercomunitarios. La rebelión tuareg que desencadenó la crisis en 2012 se resiste a deponer las armas. Los choques armados entre la Coordinadora de Movimientos del Azawad (independentista) y los tuaregs leales a Bamako son constantes en la región de Kidal, que vive una guerra sorda especialmente intensa en el último mes. Los acuerdos de paz de Argel, firmados hace ahora un año a regañadientes por todas las partes, corren serio riesgo de descarrilar.

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“La crisis del norte de Malí se ha convertido en un negocio político. El Estado se apoya en la ayuda internacional para tener prebendas que distribuir y gestionar clientelismo político, mientras que cada grupo armado se presenta como legítimo para estar dentro de ese juego”, asegura Bacary Sambé, analista y director del Instituto Timbuktú. Los rebeldes se niegan a acantonarse porque no quieren renunciar a sus aspiraciones secesionistas ni que Bamako se inmiscuya en sus asuntos, como el control de los tráficos ilícitos, mientras que altos mandos del Ejército boicotean las medidas previstas en el texto porque prevé una amplia autonomía para el norte y la integración de los rebeldes en Administración y Fuerzas Armadas.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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