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LEYENDO DE PIE
Columna
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Vivir en Colombia

Hasta el fin de mis días podré responder a la pregunta: “¿Dónde estabas el día que se firmó la paz?”

Ibsen Martínez

La ira de los pobres y el fuego que arrasaron Bogotá en abril de 1948, durante los sucesos conocidos como el bogotazo, acabaron con el órgano de la Catedral Primada de esta ciudad.

Nadie sabe el momento preciso del acto vandálico, ni la identidad de los profanadores: fueron días tumultuosos y la cegadora niebla de las refriegas no daba para andar tomando notas. Pero lo que importa a esta bagatela es que el órgano ha vuelto, por completo restaurado, y lo ha hecho justo a tiempo de la firma de un histórico tratado de paz.

Ocurre que, últimamente, viene apretando el frío bogotano —o será solo que, caraqueño, soy de natural friolento por venir de tierra caliente— así que, después de un trámite que hube de cumplir en el centro, la semana pasada me dejé caer en la barata que ofrecía un almacén de la Carrera Séptima, cerca de la calle 16.

Luego de comprarme un par de tricotas de lo más abrigadoras y a precio muy módico, el sorpresivo anuncio de la firma del definitivo tratado de paz entre las FARC y el Gobierno me pilló comiendo empanaditas bogotanas en un figón muy favorecido por los estudiantes de las muchas universidades dispersas por el histórico barrio de La Candelaria. De pronto, para extrañeza mía, la ruidosa muchachada calló por completo: estaban transmitiendo el acto oficial de la firma.

Se hizo el silencio universal en el ventorrillo y, aunque lo que mostraba la pantalla no tuviese la solemnidad de la Paz de Westfalia, pintada por Bartholomeus van der Helst que cuelga en el Rijksmuseum de Amsterdam, era sí, a todas luces, la firma de una paz que pone fin a más de medio siglo de matanza y de atrocidades contra los derechos humanos.

Caminé por la Carrera Séptima, no lejos del sitio donde todo comenzó con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Aquel seguía pareciendo un día más en la vida, y me pregunté cómo terminará la “toma de Caracas”, anunciada por la oposición de mi país para el primero de septiembre. En esas, descubrí, a un costado de la Catedral, una puertecita abierta y, sin pensarlo mucho, me colé dentro.

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Allí estaba el órgano, construido en 1891 en el taller barcelonés de don Aquilino Amezua, al fondo de la nave derecha. Me enteré luego, gracias a Google, que sus 20 toneladas habían cruzado el charco desde Barcelona hasta Barranquilla, llegado a Honda por el río Magdalena y de allí, a lomo de mula, hasta Bogotá.

La tarde de mi cuento, la Catedral estaba casi desierta. Me acerqué y vi que un señor andaba por ahí y me dije: “Debe ser el kappellmeisterde la Primada”. Acerté, y su nombre, según la prensa, es Jorge García Velásquez y es caleño. No debí parecerle importuno porque, adivinando que quería yo catarle el sonido al aparato, me dedicó unas tocatas de las que nunca sabré si eran de Scarlatti, Buxtehude o de algún olvidado maestro barroco sudamericano. Por la puertecita comenzó a entrar alguna gente, atraída por la imperiosa sonoridad del órgano de la Catedral Primada. Al cabo de un rato, me despedí en silencio y salí de nuevo a la calle. Casi inmediatamente, el órgano dejó de sonar. Era la misma Carrera Séptima de toda la vida. Ruidosa, andina, y en modo alguno un dechado de pulcritud.

Y eché a andar hacia el norte, pensando en que hasta el fin de mis días podré responder con precisión a la pregunta: “¿Dónde estabas el día que en Colombia definitivamente se firmó la paz?”.

@ibsenmartinez

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