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Columna
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Males menores

La elección presidencial en Estados Unidos, con dos candidatos con niveles históricos de desaprobación popular, es un buen laboratorio para escoger entre lo malo y lo menos malo

Francisco G. Basterra
Un hombre vestido como "tío Sam" en las campañas electorales.
Un hombre vestido como "tío Sam" en las campañas electorales.ERIK S. LESSER (EFE)

Vivimos tiempos preocupantes y afrontamos problemas complejos aplicando la venda del mal menor para ir tirando. Así, parece aceptable apoyar a Mariano Rajoy como bien posible, o la externalización de la política migratoria de la Unión Europea al sultán Recep Tayyip Erdogan en Turquía. O consideramos que el Brexit no es aún lo menos malo que le puede ocurrir al proyecto europeo. No vaya a ser que los remedios sean peor que la enfermedad.

La elección presidencial del 8 de noviembre en Estados Unidos, con dos candidatos con niveles históricos de desaprobación popular, es un buen laboratorio para escoger entre lo malo y lo menos malo.

Hillary Clinton es lo menos malo y por lo tanto sería el bien posible. Está gastada por su dilatada presencia pública, carece de relato y de personalidad que entusiasmen para lograr un voto en positivo, como lo hizo Barack Obama, pero está preparada. Para ser presidente, por lo menos tienes que saber de lo que estás hablando. Clinton lo sabe. Cuesta mucho pensar siquiera que un demagogo, sin preparación y sin el carácter adecuado, tóxico para el sistema democrático, pueda tener a su alcance el botón nuclear.

Aunque todavía sea prudente cuestionarse si Estados Unidos se autolesionará el 8N, como lo hizo Reino Unido votando la salida de la Unión Europea. Los votantes del Brexit tenían la visión de un país mítico ya inexistente. Al igual que los partidarios de Donald Trump, fundamentalmente la clase trabajadora blanca, sueñan con recrear la América de los años 50 y 60 del siglo pasado. Paraíso de la clase media, dominada absolutamente por una aplastante mayoría de los blancos descendientes de europeos. Una identidad hoy amenazada demográficamente. Trump juega con esa percepción de inseguridad demográfica; primero la alienta, como pirómano, y después se ofrece de bombero. Nuevo ropaje para el racismo.

Ya no es solo una cuestión económica. Es la sensación de que el número de gente que parece y suena diferente no cesa de aumentar en EE UU. Estos ciudadanos diferentes, ya amplias minorías, son los que catapultaron a Obama a la presidencia, y los que posibilitarían el triunfo de Clinton. El candidato republicano se mofa de los negros. “Vivís en constante peligro, en guetos destruidos y plagados de criminales, recibís la peor educación. No tenéis nada que perder, votad por mí”. Más del 90% de la población afroamericana no lo hará.

Trump construye un relato basado en falsedades. América está en un agujero y hay que hacerla grande otra vez. Improvisa constantemente basándose en sus intuiciones. No necesita asesores, “si las élites son tan listas por qué no solucionan los problemas mundiales”, se pregunta. Incendia la campaña buscando la máxima polarización. Populismo rampante. Alimenta teorías conspiratorias y sugiere abiertamente que si pierde será porque le han robado la elección, algo que cree posible el 30% de sus eventuales votantes. Cuidado, en los años 30 en Europa, en un mundo lleno de miedo y rabia, un creador de odio en Alemania, llamado Adolf Hitler, sumió a la humanidad en el desastre, como recuerda en The New York Times Roger Cohen.

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