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Tribuna
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La paz sí era posible (World Trade Center, Bogotá)

Era descorazonador que en esta Bogotá fuera posible ser tan indiferente al enorme sacrificio de los negociadores como se ha sido insensible a la guerra

Ricardo Silva Romero

Gente de Bogotá: en estos cuatro años de diálogos con las Farc, desde el martes 4 de septiembre de 2012 hasta el lunes 26 de septiembre de 2016, de tanto en tanto me reuní en un café del World Trade Center de acá –que apenas tiene doce pisos– con una valiente amiga de hace tiempo que era y es parte del equipo del comisionado de paz. Se trata de la periodista Andrea Peña. Que ha estado asesorando en comunicaciones a los negociadores del gobierno en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, con una esperanza cuerda que suele venir gratis con las personas buenas. Peña, en bambalinas de los diálogos, pasó demasiado tiempo en La Habana lejos de sus dos pequeños hijos porque estaba trabajando por ellos. Fui testigo de, en orden de aparición, su angustia, su coraje, su desconcierto, su alivio.

Y siempre que la vi me quedé pensando que era descorazonador que aquí siguiera todo exactamente igual, que en esta Bogotá fuera posible ser tan indiferente al enorme sacrificio de los negociadores como se ha sido insensible a la guerra: “Parece que están entregándole el país a la guerrilla”, “parece que mataron a veintipico en no sé qué pueblo”. Peña hizo parte de ese equipo de colombianos que aprendieron a vivir –y vivieron los nacimientos y los duelos– mientras llevaban a cabo la tarea colosal de restablecer la comunicación imposible con los colombianos de las Farc. Peña se pasó estos años pensando cómo comunicarle los diálogos, los reveses, los logros, las paces, a un país educado en el fatalismo, en la desconfianza. Y aquí en Bogotá no pasaba nada.

Día a día, con taquicardia de la mañana a la madrugada, el equipo del comisionado de paz pensaba en cómo desmontar los mitos que hacen posibles las guerras; en cómo recordar, sin ofender, que no cualquier sociedad engendra una guerrilla que dura medio siglo, que no cualquier sociedad da tantos justificadores de la violencia; en cómo conseguir que la gente de las ciudades imagine en carne propia la guerra que asola, secuestra, tortura, mutila, viola, castra. En qué momento se olvidó aquí en Bogotá el derrumbe de 1948, el fusilamiento de 1954, la barbarie de 1985. Por qué se dejó de recordar tan pronto que a finales de los 80 estallaban los carros entre los inocentes. Qué estómago se requiere para negar hoy, por ejemplo, las bandas de los cerros, las milicias de frustrados.

Qué extraña que es la gente íntegra. Qué inesperado que es, en este mundo gastado y dicho hasta el cansancio, quien logra sobreponerse al cinismo, quien logra sacudirse el ingenio para desempolvar lo obvio. Quién es esa gente dramática, de película vieja, que aún trabaja por su país. Peña, como sus tercos compañeros de Bogotá a La Habana, de verdad ha estado trabajando en un lugar común –en “la paz”, ni más ni menos– para devolverle su rareza. Sus padres, su esposo, sus hijos, de verdad han estado esperándola como a una protagonista entre las injurias de siempre: que ahí viene el comunismo, que los negociadores son unos arrodillados a los narcos, que todos están de fiesta en Cuba, que es una estafa de cuatro años para la gloria de los asesinos.

El pasado miércoles 24 de agosto, cuando se dio la noticia del fin de la guerra con las Farc, Peña recibió allá en La Habana una foto de sus hijos sosteniendo acá en Bogotá un par de letreros que ponen todo en su lugar: “Gracias mamá”, “La paz sí era posible”, dicen los carteles, y es el fin de la suspicacia y el derrotismo, y es la reivindicación tan merecida. Como ella, los demás miembros del equipo no pudieron eludir el sacrificio. Y ahí estaban, en la emocionante firma en Cartagena, en las sillas de atrás, pero allí. Y la respuesta, aquí en la ciudad, no puede ser la indiferencia.

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