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Los desplazados de Colombia que ya perdonaron

EL PAÍS hace un recorrido en 360 grados por Soacha, a las afueras de Bogotá, donde conviven todos los actores del conflicto

Aurora Deli Checa, desplazada de Nariño en Soacha

Aurora Deli Checa Lagos, de 51 años, tuvo dos vidas. Una primera, como campesina en su pueblo, y una segunda a las afueras de Bogota. De la primera, en un pequeño pueblo de Nariño, recuerda que fue feliz, que tenía animales, que cultivaba todo lo que su familia requería y que se interrumpió abruptamente un día de 2008, cuando un montón de muchachitos bajaron de la montaña vestidos de verde olivo con un fusil al hombro y la obligaron a cambiar la col, la papa y el repollo por plantas de coca para las FARC, “o si no te me vas”, le advirtieron.

Pero no se fue, y esa primera vida terminó cuando los guerrilleros empezaron a matar a sus familiares. Comenzó con un hermano, luego otro, después un primo, otro, otro, y otro más. Meses después los muchachitos de verde olivo habían matado a sus dos hermanos, 17 primos y dos cuñados. “Se acabaron la familia”, resume. Tambien a los vecinos que no se plegaban a los ‘narcoplanes’ de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). “Cada día veíamos dos o tres cuerpos bajando por el río. Los tiraban en trozos, sin manos, sin pies…” recuerda al borde de las lágrimas. Poco después recogió en silencio sus cosas, se metió por primera vez en un autobús y tomó el camino de Bogotá con los suyos. Los que le quedaban. La guerrilla había impuesto su ley en poco tiempo.

A su segunda vida, en Soacha, Aurora llegó con varias maletas de cartón, un marido y tres hijos que prácticamente no conocían ni los coches.

Como ella, llegaron también hasta este barrio marrón de las afueras de Bogotá para empezar de nuevo, decenas de miles de personas que huían de la violencia de los paramilitares o la guerrilla. Gota a gota, Colombia se ha convertido en el país con mayor número de desplazados del mundo, con casi seis millones de personas superando a alguno de los dramas recientes como Siria o Ruanda.

Decenas de miles de ellos se han ubicado en este caótico lugar en el que se mezclan sencillas viviendas con guiños de clase media- de quienes vinieron hace varias décadas- con casas de cemento y suelo de tierra de los últimos en llegar.

Con más de medio millón de habitantes censados- aunque se calcula que viven el doble- Soacha es un claro ejemplo del conflicto armado de más de medio siglo de duración que está a un paso de llegar a su fin. Diariamente llegan hasta Soacha 15 personas, 450 cada mes, en busca de oportunidades. Su crecimiento demográfico es de los más altos de América Latina y es fácil encontrar pared con pared simpatizantes de la guerrilla, paramilitares o miembros de las Bacrims (Bandas criminales). La oficina de atención a los desplazados es tan grande como el cuartel de la policía y el hospital.

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Cada día veíamos dos o tres cuerpos bajando por el río. Los tiraban en trozos, sin manos, sin pies...

Su amiga Clemencia López (38) salió con lo puesto de Neiva en 1993 cuando cometió el 'error' de enamorarse de un soldado. Poco después tuvo que huir también de Caquetá, centro de operaciones de la FARC, cuando la amenazaron de muerte hasta que, con 30 años, llegó a las afueras de Bogotá. Después de muchos tumbos por la periferia de la capital con tres hijos a cuestas, durmiendo en el suelo o recogiendo restos de alimentos para comer, terminó en Soacha.

El ruido de los helicópteros impide seguir con la entrevista. Son las aeronaves del presidente Juan Manuel Santos que recorren el lugar antes de su llegada a Soacha para pedir perdón.

Desde que el lunes 26 de septiembre Santos y Timochenko firmaron la paz estos son días de ‘perdones’ públicos de parte y parte.

Clemencia López, desplazada de Neiva en Soacha
Clemencia López, desplazada de Neiva en SoachaSaúl Ruíz

El jueves los líderes de las Farc lo hicieron en Bojayá (Chocó), por la matanza de 2001 donde murieron más de cien personas tras un ataque de la guerrilla y el viernes en La Chinita (Apartadó) por la muerte de 35 personas en 1994. Santos hizo lo mismo el viernes en Soacha durante un acto cargado de simbolismo por la responsabilidad del Estado hacia los ocho millones de víctimas del conflicto armado y hacia la historia.

En 1989, en la misma plaza de Soacha donde espera Clemencia el candidato de la esperanza, Luis Carlos Galán fue asesinado durante un mitin. El magnicidio fue atribuido a Pablo Escobar con la complicidad de agentes estatales. Años después 19 madres de Soacha se convirtieron en un icono de la perversión de la guerra. Secuestrados en 2008 por el ejército, sus hijos aparecieron lejos de su casa, en Norte de Santander, como si fueran guerrilleros abatidos en un combate con el ejército. Ninguno de ellos lo era. Pero aparecieron muertos días después vestidos con uniforme de camuflaje y botas para que los mandos pudieran recibir los beneficios prometidos.

El episodio conocido como ‘falsos positivos’, se convirtió en el mayor escándalo de los ocho años del gobierno de Álvaro Uribe, y afectó a su entonces ministro de Defensa, Juan Manuel Santos. El viernes Santos plantó un árbol en el polvoriento lugar y pidió perdón en nombre del Estado por no haber hecho más por evitar aquel vergonzoso acto de corrupción.

Sin embargo, sin el boato, el elegante marco de Cartagena de Indias ni la banda de música entonando el himno nacional, el perdón hace algún tiempo que se instaló en Soacha. A Aurora y Clemencia, a quien un día destrozaron la vida, les cuesta admitir que perdonaron al máximo líder de las FARC, a quien ironicamente llaman 'Pinochenko', pero ambas son enérgicas activistas por el Sí en el plebiscito de este domingo, con tal de que “ninguna madre vuelva a pasar por lo mismo que yo pasé”, explica Aurora sentada en una silla de plástico. “La paz comienza ahora. Tenemos que prepararnos para recibir a toda esta gente que dejará las armas. Los altos mandos se desmovilizan pero no sabemos si los peones están preparados para aceptar la paz o si aumentaron los robos y la violencia. No sabemos nada y esto va a ser duro”, añade.

Ella por fin es capaz de escuchar la palabra FARC sin sobrecogerse, después de muchos meses de terapia psicológica y de comprender que es mejor tener al enemigo “de frente y haciendo uso de la palabra que de espaldas y con la armas en la mano”. Ambas esperan ahora el comienzo de una tecera vida diferente a las dos anteriores.

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