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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La tragedia de Sergio Jaramillo

El hombre que más tiempo, energía e inteligencia ha invertido en el intento de alcanzar una paz negociada que pusiera fin a 52 años de un conflicto absurdo y cruel

Sergio Jaramillo, Alto Comisionado para la Paz, vota en el referéndum.
Sergio Jaramillo, Alto Comisionado para la Paz, vota en el referéndum.GUILLERMO LEGARIA (AFP)

Según anciana tradición, la tragedia requiere un muerto. Habrá muchos, a no ser que los dioses se apiaden de Colombia, como consecuencia del voto en el plebiscito del domingo en contra de la paz y a favor de la guerra. Pero si fuese posible que existiera un héroe trágico capaz de sobrevivir su destino no habría mejor candidato en aquel sufrido país que Sergio Jaramillo, la persona que más tiempo, energía e inteligencia ha invertido en el intento de alcanzar una paz negociada que pusiera fin a 52 años de un conflicto absurdo y cruel.

En los medios colombianos se refieren habitualmente a Jaramillo (Bogotá, 1966) como el “arquitecto” del ahora frustrado proceso de paz. No hacen justicia a su labor. Más que el presidente Juan Manuel Santos, más que cualquiera de los cientos de individuos de todos los rincones del mundo que durante los cuatro años de los diálogos de La Habana se volcaron en el intento de labrar el acuerdo de paz colombiano, Jaramillo ha sido el hombre indispensable. Sí, fue el arquitecto, o el Alto Comisionado de la Paz según su título oficial, pero también fue el capataz que día tras día colocaba los ladrillos, cortaba la madera, instalaba los circuitos de electricidad.

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Si no hay luz en Colombia hoy, la culpa no es suya. Lo conozco bien y, como saben muchos que lo conocen mejor dentro y fuera de Colombia, es un hombre retraído que hizo lo que hizo no por gloria personal, mucho menos por ambición política.

Hijo de una familia ilustrada colombiana, Jaramillo podría haber optado por una vida menos embarradamente terrenal. Hasta los 32 años dedicó su tiempo a leer, ganándose el pan (y poco más) en Europa trabajando en bares lavando platos y sirviendo cafés. Estudió filosofía griega, especializándose en la obra de Platón, en las universidades de Oxford y Cambridge en Inglaterra, de Heidelberg, en Alemania. En Moscú aprendió ruso, sumando esta lengua a las otras cinco en las que regularmente se aplica a la afición de leer poesía: inglés, francés, italiano y alemán, además de español.

Podría haber optado por seguir los pasos de otros exiliados intelectuales latinoamericanos pero después de un año en Moscú decidió que “la vida”, como él dice, estaba en su país natal. Volvió a Bogotá, tras 17 años de ausencia, y consiguió trabajo como asesor en la cancillería en “diplomacia de la paz”, tarea cuyas múltiples facetas llegaría a dominar como pocos. Fue nombrado después asesor para asuntos políticos y estratégicos del ministerio de defensa. Ahí ayudó a redactar la política de “defensa y seguridad democrática” que fue el pilar de la política del entonces presidente, Álvaro Uribe. Dejó el funcionariado en 2004 para dirigir un think-tank privado llamado Fundación Ideas para la Paz. Su principal labor ahí fue escribir 40 detallados análisis de enfrentamientos entre el ejército y las FARC, lo cual le nutrió de información militar imprescindible para cuando volvió a Defensa en 2006, como viceministro bajo las órdenes del futuro presidente Juan Manuel Santos.

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Su misión aquí consistió, por un lado, en convencer a los militares que violar los derechos humanos, por ejemplo cuando caían en la práctica de cometer ejecuciones extrajudiciales, perjudicaba el objetivo contrainsurgente de conquistar mentes y corazones; por otro, en liderar una campaña tremendamente efectiva para convencer a los guerrilleros que se desmovilizaran. Nunca paró de absorber información que le sería valiosa a la hora de sentarse a negociar con las FARC, de conocer al enemigo--entre otras cosas pasando largas horas entrevistando a guerrilleros desmovilizados.

Poco después de llegar Santos al poder en 2010, Jaramillo fue nombrado, primero, Alto Asesor Presidencial de Seguridad Nacional y, un par de años después, cuando se iniciaron los diálogos con las FARC, Alto Comisionado de la Paz. Los cuatro años en La Habana fueron de una intensidad descomunal, como una expedición a través de una selva desconocida. Santos fue el líder de la expedición pero, utilizando una metáfora que me dio un miembro de su leal e industrioso equipo de apoyo, el único que tenía el mapa y la brújula era Jaramillo. Todo estaba dentro de su cabeza.

Él fue el que redactó en La Habana conjuntamente con la delegación de las FARC, palabra por palabra, el documento de 297 páginas que acabaría siendo el acuerdo final de paz (“cada coma cuenta”, suele decir); él fue quien los líderes de las FARC consideraron el miembro más inflexible del equipo negociador del gobierno; él fue quién se encargó de reclutar un grupo de asesores internacionales de élite para el gobierno; él, el que se encargó de conseguir financiación de gobiernos como los de Canadá y Noruega; él fue el negociador que tenía la línea más directa al presidente Santos.

Como persona, Jaramillo es singular. Sorprende la perfección de su inglés, igual a la de un nativo. Su piso es una especie de biblioteca, las paredes llenas de libros en los seis idiomas que domina. Podría intimidar a sus invitados con su erudición , pero es un atento anfitrión al que le gusta conversar hasta las tantas de la noche. Siempre hay música de fondo clásica o de jazz en el salón de su casa; siempre hay vino o whisky del bueno. Pero por lo demás, poco le interesa lo material. Solo ha poseído un coche en toda su vida: un Land Rover fabricado en 1964.

Un esteta, pero a su vez un hombre de acción, se ha pasado la última década recorriendo la selva y la montaña colombiana en helicópteros militares. Tiene un aire de intelectual abstraído, pero a eso le agrega una poderosa intuición, lo cual produce la misma impresión en sus amigos, que en los políticos de su gobierno, que en los negociadores de las FARC de ser como un ajedrecista que sabe con sobrada antelación lo que están pensando los que le rodean.

A lo que no se supo anticipar fue al resultado del plebiscito, una bofetada al presidente Santos, a los mandatarios de todo el mundo que fueron testigos de la prematura firma del acuerdo de paz en Cartagena Indias la semana pasada y a la misión a la que Jaramillo ha encomendado la mayor parte de su vida adulta.

Su esposa, Ana María Romero, es la persona que mejor lo conoce y más lo admira. Le pregunté la semana pasada que me definiera a su marido. Pensó un momento y me contestó, “Apunta esto: que Sergio no es de esta tierra.”

No. Sergio Jaramillo no es del todo esta tierra. Ni la tierra donde nació se lo merece.

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