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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Pierde Trump, gana la democracia

El líder republicano ha perpetrado la estrategia más peligrosa en su último debate con Clinton

El Republicano Donald Trump, durante el debate con la candidata Demócrata Hillary Clinton. JIM LO SCALZO EFEFoto: reuters_live
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De todas las estratagemas desesperadas que puede llevar a cabo un candidato cuando ve cómo las elecciones se le van de las manos, Donald Trump ha perpetrado en el último debate de esta campaña presidencial norteamericana la más peligrosa: poner en duda el resultado antes incluso de que se acuda a las urnas. Esa afirmación —“ya veré si acepto los resultados”— es mucho más grave que nada que el candidato republicano haya afirmado en una campaña donde lo estrambótico ya se ha vuelto normal.

Ante los argumentos de Hillary Clinton —propuestas claras como proteger los derechos de las mujeres o no modificar los supuestos legales para el aborto— Trump la llamó “asquerosa” y “mentirosa” y cultivó su vis cómica en un asunto muy serio, recordando que quiere deportar a todos los bad hombres, mezclando inglés y español para hacer una broma, otra más, sobre su plan de deportaciones masivas y construcción de un muro en la frontera con México.

Las encuestas pintan mal para Trump. Mucho hay que remontarse para recordar el año en que un demócrata tuvo opciones, por magras que fueran, de ganar en Estados como Texas o Georgia. Y todo eso Clinton se lo debe a Trump y su desprecio a mujeres y minorías, disfrazado de irreverencia e incorrección política. Es lógico que, con unas probabilidades menores al 10% de llegar a la presidencia, el pánico haya cundido en la campaña de Trump.

Hasta ahora todos los candidatos en EE UU han aceptado el resultado de las votaciones, por ajustado que fuera. En 2000 Al Gore asumió que había perdido ante George W. Bush pese a haber obtenido 543.895 papeletas más en todo el país, una ventaja que no le dio los 270 votos electorales que necesitaba para ser presidente. Ni siquiera Richard Nixon se lanzó por la peligrosa pendiente de la deslegitimación al perder ante John Kennedy por sólo 112.827 votos en todo el país en 1960. Y es que la calidad de la democracia norteamericana se ha medido siempre por la solidez de sus instituciones.

Pero Trump no es cualquier candidato. Su campaña sólo se entiende a la luz del movimiento que comenzó como una protesta contra la reforma sanitaria de Barack Obama y que se ha convertido en algo mucho más oscuro, válvula de escape de una frustración histórica, de un recelo contra lo que se considera diferente y extraño. Las bases de Trump y del Tea Party quieren una América pura, ajena a lo global, sin inmigrantes, sin comercio con el exterior, sin dependencias ni alianzas globales. Cualquiera que ponga en duda esa concepción del país forma parte de una conspiración.

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Y ahí entra esta estratagema de Trump, que ya inició con mensajes en las redes sociales, al hablar de un posible fraude masivo en la votación del 8 de noviembre, ante el horror generalizado de su equipo de campaña y su partido. “Lo veré en su momento. Voy a mantenerles en suspenso”, dijo. Es una afirmación osada, increíble e irresponsable en un debate de estas características, que debería hacer reflexionar a los muchos votantes cabales republicanos sobre quién tiene las riendas de su partido en este momento decisivo.

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