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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La rebelión de la otra Asturias

3,5 millones de valones mantienen en vilo a 508 millones de europeos tras resistirse a aceptar el tratado de libre comercio entre la UE y Canadá

Xavier Vidal-Folch

Los 3,5 millones de valones —belgas francófonos del sur— mantienen en vilo a 508 millones de europeos. Están vetando el tratado comercial (y de inversiones) entre la UE y Canadá, negociado al detalle durante siete años. Y ponen en riesgo la credibilidad europea para pactar, incluso con un país tan empático en valores y estilo como el canadiense: ¿Tiene razón ese desafío?

Pancarta de protesta contra el TTIP y el CETA.
Pancarta de protesta contra el TTIP y el CETA.JOHN THYS (AFP)

Habrá que distinguir entre Razón con mayúscula y razones comprensibles, pero más minúsculas. Valonia es una Asturias centroeuropea (multiplicada por tres). Fue agraciada por la historia, que la consagró como campeona primigenia de la revolución industrial continental, hace dos siglos, a la breve zaga de Manchester.

Los valones se beneficiaron entonces de una protoglobalización. La que les permitió disfrutar a buen precio de las materias primas procedentes del Congo, finca particular de los reyes belgas, crueles advenedizos al clan de los monarcas europeos. Con ellas tejieron una densa red de transporte y manufacturas (textil, agroindustria, metal), aupadas en la minería y la siderurgia, drogas duras de aquella revolución. Valonia era entonces la joya de la corona.

Hoy es el paisaje declinante en población, ahumado en sus grises chimeneas e irrelevante en la economía. Lo propio de quienes fueron y ya no son, ni saben cómo volver a ser. Sufrió como nadie las últimas crisis nacionales: la del petróleo en los primeros ochenta; la de 1992-93 y la Gran Recesión. En una Bélgica de economía muy abierta, sensible al ciclo global: dos tercios de su PIB los allegan las exportaciones.

De modo que el peso de la industria bajó al 26,3% del PIB, las minas cerraron, los altos hornos se evaporaron y las empresas se diezmaron. Y claro, el desempleo tocó al 12% de la población activa en 2015: menos de la mitad que en España, sí, pero más del doble de la rival y vecina, la rica Flandes (5,2%), que con el doble de población ostenta igual número de parados. Encona el vecino, y más si te desprecia.

Valonia se sintió víctima de una globalización asimétrica. De libro. “La liberalización comercial, cuando se hace de manera justa y va unida a medidas y políticas adecuadas, contribuye al desarrollo”, recuerda Joseph Stiglitz, pero eso no significa que “todos vayan a ganar” (Cómo hacer que funcione la globalización; Taurus, 2006).

La culpa global de las deslocalizaciones podrá aplicarse al caso de la siderurgia; pero no al cierre de las minas, anticompetitivas y contaminantes. Además, el balance final depende de la estrategia reindustrializadora. A veces funciona (Sagunto); otras, menos (cuencas asturianas).

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Así que la economía y la radicalización política —la emergencia de un Partido del Trabajo de extrema izquierda, que aprieta a los eternos socialistas de Paul Magnette— cocinaron el caldo de cultivo de un antiglobalismo bastante esquemático.

Las reivindicaciones valonas eran las de tantas pancartas. Primero, protección a los estándares medioambientales, sanitarios y laborales europeos: algo que, ay, también reclaman inversos círculos canadienses, señal de que una de las dos protestas, o ambas, capotan en coherencia. Segundo, un sistema público —y no el arbitraje privado, que suele favorecer a las multinacionales— para dirimir los pleitos sobre inversión entre empresas y Estados.

Pero es que el tratado CETA mejoró y garantiza a los Estados regular libérrimamente todos los sectores de impacto social (punto 8.9); e impide a las multinacionales pleitear alegando ceses en su expectativa de lucro, salvo opcional oferta de los Gobiernos (8.10). Y crea un tribunal permanente de inversiones que sustituye el viejo arbitraje privado: compuesto por 15 jueces públicos o asimilados (tipo los del cuarto turno español) y una Corte de apelación.

Más aún. La declaración interpretativa complementaria acordada el 5 de octubre remacha que “no se rebajarán los estándares” en materias socioambientales; que los Gobiernos “mantienen la competencia de legislar en favor del interés público”; que las empresas de EE UU con filial canadiense no se colarán de rondón. Contra lo que dice alguna propaganda, esta declaración no se limita a deseo piadoso. Al ser “interpretativa” y acompañar al tratado, vincula y obliga a todos los actores y todos los tribunales (Convención de Viena sobre el derecho de los tratados, artículo 31, 2).

Quizá Valonia pueda buscar árnica a sus males en otras boticas, como los fondos estructurales de la Unión, o el plan Juncker de inversiones. Pero hoy paraliza sin Razón el CETA; desactiva el TTIP con los EE UU y desacredita la capacidad de la UE para culminar cualquier acuerdo. Incluidos los que en su día se escriban con Reino Unido para el divorcio (Brexit) y para el régimen comercial sustitutivo posterior. La rebelión (pacífica) de Valonia trae una parálisis 1934 (sin armas) a Europa.

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