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El mundo emergente se revuelve contra el derecho internacional

Lluís Bassets

El presidente Bill Clinton firmó el Estatuto de Roma por el que se creaba la Corte Penal Internacional el 31 de diciembre de 2000, veinte días antes de que tomara posesión su sucesor George W. Bush. Lo hizo con tanta convicción como reservas, que expresó en una declaración aneja. Convicción, por la necesidad de institucionalizar la justicia internacional tras los genocidios de los Balcanes y de Ruanda, que obligaron a crear tribunales especiales para juzgar a los criminales. Reservas, porque Estados Unidos es una superpotencia militar con presencia de tropas en 150 países y actuaciones armadas en numerosos escenarios, que tiene una nula disposición a situar a sus soldados bajo jurisdicciones ajenas y romper así una tradición de unilateralismo que sitúa a su sistema judicial por encima de cualquier otro.

Clinton recomendaba a su sucesor que no pidiera la ratificación en el Senado y esperara a que la CPI hubiera dado sus primeros pasos. Era una decisión prudente porque el Senado, dividido mitad y mitad entre demócratas y republicanos, tampoco le hubiera dado los dos tercios de los votos imprescindibles para ratificarlo; ni a él, ni a su sucesor George W. Bush. Este último fue más lejos: en mayo de 2002, cuando el Estatuto de Roma entró en vigor, comunicó a Naciones Unidas que no habría ratificación y que EEUU se desvinculaba de cualquier obligación respecto al tratado.

Apenas tres meses después, Washington fue más lejos con una legislación que protege a los militares y funcionarios estadounidenses ante la persecución de la CPI y prohíbe cualquier ayuda militar a los firmantes del Estatuto de Roma, con algunas excepciones como la de los miembros de la OTAN. Era el momento más unilateral de la reciente historia de EEUU, ya en los preparativos de la guerra de Irak y mientras buscaba una resolución del Consejo de Seguridad que autorizara la invasión. Fue justo cuando Bush se preguntó si Naciones Unidas era todavía relevante. Aunque Obama ha corregido luego esta política de hostilidad y ha regresado a la cooperación con la CPI, no ha tenido ningún efecto práctico ni se ha avanzado para la ratificación por un Senado que ahora es todavía más republicano y hostil.


La Convención sobre Derecho del Mar de Naciones Unidas (UNCLOS) es algo anterior al Estatuto de Roma. Fue firmada en 1982 y no entró en vigor hasta 1994, pero Washington tampoco la ha ratificado, por motivos muy similares. Si la CPI ha tenido como principal campo de actuación el continente africano --donde es alta la demanda, puesto que allí se amontonan estados fallidos, guerras civiles, elecciones fraudulentas, presidentes que se saltan las constituciones para perpetuarse en el poder, además de crímenes de guerra y genocidios--, la región donde la Convención del Mar suscita más pleitos es la zona marítima e insular del Mar del Sur de la China, llena de peñascos, islotes y atolones, apelotonados en límites discutibles y bordeando las rutas marítimas de mayor tráfico del planeta.

En pocos días se han retirado de la CPI tres países africanos, dos de ellos Burundi y Gambia, que lo han hecho por la cuenta que les trae: quienes rigen sus destinos podrían aspirar perfectamente a sentarse en el banquillo. También ha decidido abandonarla la Sudáfrica de Jakob Zuma, un presidente acosado por la corrupción que se ha puesto al frente de la manifestación precisamente porque aspira todavía a liderar a los africanos. Desde que se creó la CPI en 2002 aparecieron argumentos de peso para los africanos reticentes: el mayor, la imposibilidad de llevar a Bush y Blair ante un tribunal internacional por la guerra de Irak.

El argumento central es que la CPI es un instrumento para la hegemonía global occidental. Sirve para la jurisdicción universal como sirve para el derecho marítimo, como demuestra el caso de China, país firmante de la Convención del Mar que no ha querido reconocer en cambio la sentencia del Tribunal de La Haya que le quita la razón respecto a sus pretensiones sobre las aguas territoriales de Filipinas. El tamaño y el poder de China le permiten formular la objeción en términos más geopolíticos e históricos: Pekín no se siente concernido por un derecho internacional en cuya construcción no ha participado. Y por eso se esfuerza en sentar las bases de un nuevo orden ‘sinocéntrico’, del que ya forman parte la Organización de Cooperación de Shanghai, sobre seguridad, o el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras.

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Lo más sorprendente del pleito marítimo es que países como Filipinas, que obtuvo la sentencia favorable, y Malaisia, que también tiene contenciosos marítimos con los chinos, se distancien del lejano Washington y se acerquen a Pekín, la potencia ascendente y con ambiciones de ampliar sus aguas territoriales. Aparentemente lo hacen por motivos personales: el bocazas de Rodrigo Duterte, por su inquina personal contra los estadounidenses, y el corrupto del primer ministro malaisio Najib Razak, para protegerse de las denuncias. Pero es evidente que está muy viva la fibra antioccidental que pulsan con su retórica.

EEUU quiere mantener su hegemonía en la región e incluso manifestó su voluntad de desplazar el centro estratégico de su atención global hacia Asia; pero China a su vez tiene unos propósitos expansivos que afectan prácticamente a todos sus vecinos, objetivamente interesados en estrechar los lazos de seguridad con Washington aunque solo sea para obtener una relación más equilibrada.



Un distanciamiento paralelo sucede en África con la CPI. El mayor logro africano hasta la fecha es la sentencia a perpetuidad del pasado mayo contra el ex dictador de Chad, Hissène Habré, llamado el ‘Pinochet de Africa’, condenado por crímenes de guerra y genocidio por un tribunal especial de Senegal. Esta es una novedad excelente respecto a la capacidad de los países africanos para resolver sus propios problemas y también respecto a la calidad de la justicia y del Estado de derecho en uno de ellos, aunque no debiera servir para desautorizar la CPI ni es seguro que garantice la capacidad de la Unión Africana para organizar su propia corte de justicia como algunos Estados quisieran.

Ambas revueltas, protagonizadas por países que fueron parte del Tercer Mundo, serán interpretados como signos de desoccidentalización del planeta, pero revelan la profundidad de las grietas que atraviesan la arquitectura institucional surgida del final de la Segunda Guerra Mundial, así como la inminente aparición de una nueva arquitectura más débil y regionalizada en la que EEUU tendrá menos palancas para defender sus intereses. A la vista de sus reticencias históricas ante las instituciones multilaterales, lo menos que se puede decir es que se lo habrán buscado.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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