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De la telerrealidad a la Casa Blanca

La relación simbiótica que ha mantenido el candidato republicano con las cadenas televisivas y los periódicos ha sido un peligroso experimento comercial en la edad de la política como espectáculo

Visión en 360º de la convención demócrata en Nueva York el 8 de noviembre de 2016.
Visión en 360º de la convención demócrata en Nueva York el 8 de noviembre de 2016. Drew Angerer (AFP/ GETTYIMAGES)

La práctica totalidad de los grandes periódicos estadounidenses —52 de 53— recomendó a sus lectores abstenerse de votar a Donald Trump, igual que hicieron las principales cadenas, tratando de remediar in extremis los peligros del monstruo que ellas mismas habían parido, acunado y vigorizado.

Trump proporcionaba audiencia. Interesaba a los americanos. Protagonizaba un experimento sociológico y comercial en la edad volátil de la política espectáculo, pero las grandes televisiones subestimaron la posibilidad de que la criatura decidiera instrumentalizarlas, emanciparse de ellas. Ya lo había hecho el monstruo de Frankenstein. Escapó del laboratorio para despojarse de su creador. La diferencia es que Trump no ha sido ajusticiado por la masa en una persecución de antorchas, sino llevado en volandas al despacho oval de la Casa Blanca, significando, de fondo y de forma, la inocuidad o la irrelevancia de las consignas editoriales.

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No se explica Trump sin el empujón que le otorgaron los medios de comunicación, aunque el escarmiento de estas elecciones sobrentiende que fueron incapaces de valorarlo, de medirlo. O que ya era tarde, muy tarde, cuando empezaron a proliferar las advertencias apocalípticas. Ni caso.

Ha sobrevivido Trump a todas ellas en la inercia gratificante de la carrera de obstáculos. Igual que desfiguró sin despeinarse a todos los sparrings republicanos —Rubio, Cruz, Bush—, convirtió la coreografía adversa de las televisiones en la oportunidad de colocar su púlpito y su mensaje. Hasta el extremo de que la CNN, la CBS o la NBC han incurrido en la paradoja de “financiarle” la campaña electoral con la ambigüedad de la “publicidad gratuita”. Así define o acota el instituto de Portland MediaQuant los 1.900 millones de euros que le hubiera costado a Trump ocupar tantos minutos en horarios de máxima audiencia. Es un dato obsoleto porque alude al balance de la pasada primavera, pero también elocuente por su valor conceptual, y demostrativo de la reciprocidad mefistofélica que ha mediado entre Trump y las cadenas. Se han abastecido de él aunque fuera con el propósito de desprestigiarlo, e ignorando o subordinando la clarividencia con que el entertainer de la política había proclamado que la “audiencia es el poder”.

No se explica Trump sin el empujón que le otorgaron los medios de comunicación, aunque fueron incapaces de valorarlo, de medirlo
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Tanto vale la consigna para localizar el cinismo de las plataformas televisivas. Concedían promoción a Trump y le permitían ejercitar su oficio de telepredicador carismático, pero no les costaba un dólar el show ni parecía concernirles la fascinación popular que suscitaba el magnate en sus homilías de onanismo.

“¿Quién dijo que este circo llegaría a nuestra ciudad? Puede que Trump no sea bueno para América, pero es inevitablemente bueno para la televisión”. La cita es de Leslie Moonves, presidente de la CBS. La recoge Francisco Reyero en su preclaro ensayo del magnate (El león del circo, ediciones El paseo) porque ilustra la frivolidad que ha rodeado el nacimiento, auge y coronación del nuevo presidente de los Estados Unidos.

El candidato se ha ocupado de airear y caricaturizar a los opositores en sus mítines intuyendo la pérdida de influencia de la prensa

Barack Obama, resignado al papel de predecesor en el cargo , ya había intentado suscitar la alerta: “Las cadenas de televisión tienen que ser más exigentes para no pervertir nuestra democracia y nuestra sociedad. Las cadenas tienen que informar de todo lo que hace y dice Donald Trump, que cuestionen, que investiguen, que sean más exigentes”.

Acostumbra a hacerse un paralelismo absoluto entre Silvio Berlusconi y Donald Trump, no sólo justificado en la naturaleza polifacética del magnate, del macho y del narcisista mesiánico, sino en la manera en que ambos —cada uno en su tiempo— interpretaron el vacío de la política. Estrellas de la televisión. Animadores de trasatlántico. Tipos sinceros e incorrectos que dicen lo que piensan y que se recrean en su carisma iconoclasta.

La diferencia estriba en que Berlusconi tenía un imperio mediático propio. No controlaba la opinión pública. La había creado. Y había establecido incluso una identificación orgánica entre los votantes y los espectadores.

Trump, en cambio, ha debido sobreponerse a la oposición coral de los medios. Y ha convertido la hostilidad victimaria en una prueba del corporativismo del sistema, asumiendo por añadidura que los editoriales de The New York Times o The Washington Post resultaban tan inofensivos como las reflexiones intelectuales amontonadas en las páginas de la revista The New Yorker.

Peor aún, cada ataque no hacía sino justificar la necesidad o la urgencia de un cambio de régimen. El propio Trump se ocupaba de airear y caricaturizar a los medios opositores en sus mítines, sabiendo o intuyendo la pérdida de influencia de la prensa influyente, destronada en la tormenta de la comunicación, subordinada al poder de las redes sociales, retratada en una posición marginal, desprovista de su antiguo predicamento.

Donald Trump, el león de circo emancipado, ha comprendido mejor que nadie la época en la que nos encontramos. Por el descrédito de la política. Por la sugestión de la sociedad a sus miedos ancestrales. Por la supremacía de la comunicación viral sobre la información escrupulosa. Y porque es un profesional del entretenimiento y del sensacionalismo a quien han servido de entrenamiento sus 10 temporadas como artífice de El aprendiz. Es el programa de la NBC que inauguró en 2004 y que establecía una competición darwiniana entre los aspirantes a una carrera empresarial de éxito, naturalmente a los pies del símbolo fálico de la Trump Tower y expuestos al juicio sumarísimo del gran patriarca: “You are fired” (estás despedido), proclamaba el despótico y sádico magnate para liquidar a los perdedores. Costaba trabajo imaginar entonces que se había engendrado al presidente de Estados Unidos en una suerte de orgía catódica. Y resultaba particularmente divertido que un episodio visionario de The Simpsons aludiera en 2000 a la profecía de Trump como inquilino de la Casa Blanca.

La broma ha degenerado en tragedia. Tan grande es la estupefacción que la cuenta de Twitter de Black Mirror —serie televisiva de culto en el contexto de las distopías— tuvo que rodear de aclaraciones la victoria de Trump: “Esto no es un episodio. Esto no es márketing. Es la realidad”.

Los americanos han elegido a Trump presidente. Un ejercicio de responsabilidad democrático, adulto, soberano. No cabe restringirlo a una terapia de hipnosis trumpista, pero sí procede relacionarlo con la astucia populista de Trump en la era de la telerrealidad. Porque la audiencia es el poder. Y porque la audiencia también se ha emancipado de los medios de comunicación.

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