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Columna
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Como la novela anticipatoria de su amigo Gabo, la muerte de Fidel Castro fue tan anunciada como la de Santiago Nassar o como la de Francisco Franco o como la de Charles de Gaulle o como la de Madame Bovary. No hay una muerte que se haya esperado (o deseado, según las latitudes del alma latinoamericana y mundial) con tanta expectación en todos los sectores de la vida. Como si la actualidad ya no hubiera deshecho el mito del hombre capaz de atraer las palomas y de ahuyentarlas sucesivamente, de crear miedo en los escritores, aquel miedo que le confesó el pobre y asustado Virgilio Piñera, o dolor y asco a quienes abandonaron la isla rotos por la misma desilusión que ahuyentó la paloma milagrosa que en Cuba desapareció demasiado pronto.

Fidel fue un imán para la cultura del mundo; a él acudieron como a un panal Jean Paul Sartre, Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa, Félix Grande, Alfredo Bryce Echenique, Simone de Beauvoir…, y poco a poco se fue destiñendo esa correspondencia de amor que abrazaron simultáneamente la paloma de la ilusión y el halcón del totalitarismo. Rompió una a una las ilusiones de Guillermo Cabrera Infante, de José Lezama Lima, de Virgilio Piñera, de Reynaldo Arenas… Dictó silencio a los intelectuales que no comulgaban con las ruedas de su molino totalitario (“con la Revolución todo, fuera de la Revolución nada”) y a ese silencio le siguieron el silencio de las instituciones que se habían creado para que los escritores celebraran el advenimiento del hombre nuevo, que fue imposible. La tremenda represión mental que supuso el caso Padilla, cuando el régimen obligó al poeta de Fuera del juego a hacerse la autocrítica estalinista que espantó a los que hasta entonces creyeron que la Revolución era otra cosa, abrió las compuertas a la mayor desgracia intelectual de América Latina de los últimos sesenta años: se desbarató el boom, las relaciones personales, políticas e intelectuales de aquellos que se habían juntado para la mayor celebración literaria del siglo XX en español. Ya de nuevo la vida fue de buenos y malos, y los malos no merecían vivir bajo el cielo de la Revolución, donde quiera o como quiera que ésta se manifestara.

La simbiosis dio paso a la desunión, y por ahí vimos los restos de aquel naufragio sentimental en forma de rupturas abruptas de relaciones personales e incluso familiares, que afectaron (y aún afectan) a la manifestación pública de la escritura que se ha venido haciendo. Julio Cortázar y García Márquez se quedaron a un lado del ring, con distintas gradaciones en su abrazo a la Revolución con mayúsculas, mientras que Mario Vargas Llosa o Guillermo Cabrera Infante, sobre todo, se fueron desprendiendo de aquellas creencias que llevaron a tantos a sentir que aquella paloma que se posó sobre Fidel no se había equivocado.

Y no se equivocó sólo para ellos. Hijos directos de la Revolución, como Eliseo Alberto, dieron salida al ruido de su corazón; un libro de éste, Informe contra mí mismo, es la dramática historia suya y de su familia, obligado él a reportar sobre lo que se hablaba en casa, porque la Revolución era todo oídos. La vida dramática, el exilio, de Guillermo Cabrera y de Miriam Gómez, ha sido contada por ellos, está en los libros de Cabrera, y sobre todo está en la sombra imponderable que marcó sus vidas hasta ahora mismo, años después de la muerte del autor de Tres tristes tigres.

De todos esos fenómenos tristes que ensombrecieron en seguida la Revolución ganada por Fidel y sus compañeros de partida en Sierra Maestra quedaba un vestigio aún sonoro, el de Fidel Castro, pues su hermano Raúl es su sombra. Sobre él pesa aquella expresión dramática de Virgilio Piñera, cuando el comandante mandó a parar y el enclenque poeta temeroso le dijo: “Fidel, tengo miedo”. Si hay un estandarte responsable de lo que pasó con Lezama, con Reynaldo Arenas, con Cabrera, con Eliseo, con tantos personajes que vivieron el exilio o la muerte, ese es el hombre que acaba de morir. La Revolución fue una respiración y después fue asma irrespirable, la contaminación dictatorial de una ilusión que por un segundo hizo al mundo mejor, más esperanzado. Pero la paloma se agotó en seguida, y dejó desnudo el hombro de Fidel Castro.

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De eso, de todo eso, del drama y de la historia, se habla ya en la FIL de Guadalajara, donde la feria que juntó a América celebra a América su treinta aniversario precisamente el día en que el hombre que una vez fue la ilusión de América se despide del mundo habiendo traicionado incluso a las palomas.

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