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Columna
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¿Y si dejásemos a Fátima en paz?

Pedir al papa Francisco que aproveche su visita a Fátima para condenar las apariciones es no entender a la Iglesia

Juan Arias

El mudo y la Iglesia tienen hoy problemas mucho más graves que amenazan la paz mundial que el “desenmascarar la farsa y la mentira” de las apariciones de la Virgen de Fátima y el supuesto comercio practicado en aquel Santuario.

Es lo que un grupo de intelectuales, artistas y hasta eclesiásticos portugueses pretenden que haga el papa Francisco con motivo de su visita a Fátima el año próximo, en el centenario de la aparición, según ha informado Javier Martin desde Lisboa.

Todos los papas modernos han visitado y rezado en el santuario de Fátima. Uno de los pontífices más relacionado con Fátima fue Juan Pablo II, a quien le dispararon en la Plaza de San Pedro, justamente un 13 de mayo, fiesta de Nuestra Señora de Fátima. Su fajín blanco, atravesado por las balas, quedó ensangrentado.

El papa Woityla, hoy canonizado por Francisco, era también devoto del santuario polaco de Chestokova, y siempre creyó que fue la Virgen quién le sacó vivo de aquel atentado.

Hizo así dividir en dos su fajín rasgado por las balas, y mandó cada trozo a uno de los dos santuarios en señal de agradecimiento.

Pedir al papa Francisco que aproveche su visita a Fátima para condenar las apariciones es no entender a la Iglesia. Y si me apuran, es también un feo a millones de cristianos y hasta agnósticos que durante un siglo acuden a aquel lugar, considerado uno de los mayores centros de piedad popular del mundo.

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Es como si aquí, en Brasil, alguien pidiera al papa que desmitifique y condene la devoción a Nuestra Señora de la Aparecida, hoy patrona del país.

También esa Virgen nació de un supuesto hecho milagroso. Y también se podría alegar que dicho santuario es un lugar propicio para que la Iglesia haga negocios. Aquí sonaría a sacrilegio. Y no sólo para los católicos. Es una devoción profundamente arraigada en todas las capas sociales.

La Iglesia fue muy cauta con las apariciones de la Virgen en el mundo, hasta con las de Fátima. Defiende que la revelación acabó con los evangelios. Y que todo el resto pertenece a la esfera privada. 

La Iglesia analiza las apariciones, las juzga, a veces las rechaza y otras las respeta, pero nunca las canoniza.

En santuarios como el de Fátima, esparcidos por el mundo entero, miles de personas y no sólo creyentes aseguran encontrar consuelo a sus angustias y hasta haberse curado de sus enfermedades. ¿Es eso un pecado?

Como dicen los médicos, es la fuerza de la fe de la persona, su deseo profundo de curarse lo que produce los supuestos milagros. ¿Por qué no respetarlo? No podemos arrancar ciertas esperanzas del corazón de la gente.

Hoy el mundo vive días oscuros. Si el mensaje de Fátima aludía a la posibilidad de una Segunda Guerra Mundial, como de hecho ocurrió, hoy la llegada siniestra de Trump y de las huestes de extrema derecha alerta sobre un tercer conflicto mundial.

Si es para condenar, existen en el mundo y en la Iglesia, en este momento, cosas más graves y siniestras que una devoción popular como esa que resiste desde hace cien años.

Puede que haya corrupción en las ventas de objetos religiosos relacionados con la Virgen de Fátima. Aunque así fuera, hoy el mundo, empezando por aquí en Brasil, vive corrupciones políticas y empresariales mucho peores que empobrecen la vida de los más necesitados y crean millones de parados.

El papa Francisco ya tiene bastante con derrotar la corrupción de la Banca Vaticana que fue tomada al asalto por mafias de fuera y de dentro de la Iglesia. Fue lo que obligó al papa Ratzinger a dejar el papado tras denunciar que estaba “rodeado de lobos”.

En Fátima fueron unos pastores inocentes quienes pretendieron ver y hablar con la Virgen. Si alguien quiere buscar lobos en la Iglesia, que vaya por otros pastos más peligrosos que los de Fátima. No le costará encontrarlos.

Respetemos a los devotos el consuelo de su fe. Una cosa es la superstición y otra la fe popular, que forma también parte de la cultura de los pueblos.

Los intelectuales no deberían olvidarlo.

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