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LEONID KRAVCHUK | Primer presidente de Ucrania

“Todos los misiles de Ucrania apuntaban a EE UU”

El primer líder de la Ucrania independiente narra cómo fue la disolución de la URSS y la sucesiva relación con Rusia

Pilar Bonet
El primer presidente de la Ucrania independiente, Leonid Kravchuk, durante un discurso el pasado 1 de diciembre en Kiev.
El primer presidente de la Ucrania independiente, Leonid Kravchuk, durante un discurso el pasado 1 de diciembre en Kiev. Vladimir Shtanko (Anadolu Agency)

Ni Crimea ni el destino de las armas nucleares de la URSS fueron motivo de conflicto entre los tres dirigentes eslavos —el ruso Boris Yeltsin (ya fallecido), el bielorruso Stanislav Shushkevich y el ucranio Leonid Kravchuk— cuando el 8 de diciembre de 1991, dieron el tiro de gracia a la Unión Soviética en el frondoso bosque poblado de bisontes de Belovezhska, en el oeste de Bielorrusia.

Este otoño, en su despacho del centro de Kiev, Kravchuk, el primer presidente de Ucrania, compartió con EL PAÍS sus recuerdos sobre aquella cita histórica de hace 25 años en Viskulí, una zona de dachas reservada para los dirigentes, donde los tres líderes disolvieron el Tratado de la Unión (TU), el documento por el que se fundó el Estado soviético en 1922.

Los rusos tomaron Crimea y ahora no pueden con ella, porque resulta una pesada y costosa carga

“Sobre Crimea no se habló en Belovezhska”, subraya Kravchuk, refiriéndose a la península del mar Negro que pertenecía a Ucrania desde 1954 y que fue anexionada por Rusia sesenta años más tarde.

“Sabía que Rusia no dejaría Crimea, que intentaría recuperarla, pero no creí que fuera de esa manera, por medio de su Ejército, con una flagrante violación del derecho internacional y aprovechando el Maidán [las revueltas populares], cuando en Ucrania no había autoridad ni orden ni se podían tomar decisiones estatales”, dice Kravchuk.

Crimea es una “idea fija” para Rusia, opina el veterano estadista. “Yo esperaba que Rusia llegaría a plantear un debate sobre esta cuestión a Ucrania y admitía incluso la posibilidad de un referéndum, pero no de un referéndum a punta de pistola”. “Cada vez que el Parlamento ruso aprobaba decisiones sobre Crimea, Yeltsin, que no quería conflictos con Ucrania, les quitaba importancia y decía que la posición oficial era la del presidente y el ministerio de Exteriores”. “Los rusos tomaron Crimea y ahora no pueden con ella, porque resulta una pesada y costosa carga”, comenta. Kravchuk cita al yerno de Nikita Jruschov, el periodista Alexéi Adzhubéi, según el cual los dirigentes ucranios fueron obligados a incorporar Crimea a su territorio para aliviar las penurias y la escasez que sufrían los rusos enviados a la península para reemplazar a los tártaros deportados en 1944. Los Parlamentos de Rusia y Ucrania aprobaron la decisión de la cúpula del partido comunista de la URSS.

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Toda Ucrania votó por la declaración de independencia y ni uno solo de nuestros territorios votó en contra

En agosto de 1991, un grupo de altos funcionarios de la URSS intentó un golpe de Estado e impidió así la firma de un nuevo Tratado de la Unión, para sustituir al de 1922. En otoño, las tres repúblicas soviéticas del Báltico se habían independizado y otras dos daban la espalda a Moscú, pero aún había diez repúblicas (de las quince que integraban la URSS hasta agosto) dispuestas a negociar con Gorbachov sobre una renovación del Estado. El listón de sus reivindicaciones había subido, y en noviembre aspiraban ya como mínimo a una confederación de Estados en vez del estado federal con el que se conformaban en agosto. Ucrania había suspendido su participación en las discusiones que se celebraban en la dacha oficial de Novoogariovo, en las cercanías de Moscú, hasta que se conociera el resultado del referéndum de independencia convocado para el 1 de diciembre.

El Estado soviético se tambaleaba. “En octubre de 1991, cuando Yeltsin y yo le propusimos formar una confederación, Gorbachov nos preguntó quién sería el presidente de la misma y Yeltsin salió del paso diciendo que lo seríamos por turno, pero a Gorbachov aquello no le gustó. Creo que hubiera estado de acuerdo en formar una confederación si le hubieran garantizado la presidencia”, explica Kravchuk.

En largas reuniones en las afueras de Moscú, Gorbachov intentaba salvar al Estado y a sí mismo. Cuenta Kravchuk que su paciencia y la de Yeltsin se agotaron cuando el presidente de la URSS, sin informar a los líderes de las repúblicas federadas, invitó también a los debates a los líderes de sus autonomías (unidades subordinadas a las repúblicas federadas en la estructura escalonada del Estado soviético). La participación de estos líderes en la firma del Tratado de la Unión inclinaba la balanza a favor de Gorbachov. El presidente de la URSS “creía que las autonomías estaban por la conservación de la URSS y esa era la verdad. Por eso, invitó en secreto a sus líderes para ponernos frente a los hechos consumados, a saber, que los firmantes del tratado no sólo serían las repúblicas de la URSS sino también sus autonomías”, dice Kravchuk.

“Los debates se estancaron. Todos estábamos insatisfechos. Yeltsin quería saber si hablaba en nombre de toda Rusia o parte de ella. Objetaba que, si cada territorio de Rusia intervenía en su propio nombre, entonces ¿en nombre de quién intervenía él? Las autonomías no conocían el texto del Tratado de la Unión que nadie les había distribuido antes y en el que nosotros llevábamos tiempo trabajando”.

Los tres líderes eslavos decidieron reunirse en Belovezhska a espaldas de Gorbachov, aprovechando un viaje oficial de Yeltsin a Bielorrusia. Kravchuk se había reforzado gracias a su elección como presidente de Ucrania y al referéndum en el que el 1 de diciembre los ucranios se pronunciaron masivamente a favor de independizarse de la URSS. Mientras esperaba a Yeltsin, el ucranio fue de cacería. “Hacía un frío horrible y yo no llevaba el calzado ni iba vestido de forma adecuada”, recuerda. El 7 de diciembre por la noche Yeltsin llegó a Viskulí. Al día siguiente, los reunidos redactaron dos textos en los que constataban que “la URSS había dejado de existir como sujeto de derecho internacional y realidad geopolítica” y que, en su lugar, fundaban la Comunidad de Estados Independientes (CEI).

La delegación rusa había ido a Belovezhska con la idea de conservar el Estado y “quería una declaración que constatara la necesidad de una “nueva visión” del mismo, explica Kravchuk. “Antes de empezar a trabajar en los textos, Yeltsin me planteó dos preguntas en nombre de Gorbachov. Quería saber si el Parlamento de Ucrania estaría de acuerdo en aprobar un nuevo Tratado de la Unión en caso de que se recogieran sus propuestas. También quería saber si yo estaba de acuerdo en firmar el Tratado de la Unión si se contemplaban mis propuestas”. Gorbachov llegaba tarde. “Si me hubieran planteado estas preguntas un mes antes, me hubiera marchado a Kiev a consultar con el Parlamento, pero ahora ni yo ni el Parlamento podíamos resolverlo, porque el pueblo de Ucrania, por un 91% había decidido la independencia y me había elegido presidente de ese Estado independiente”.

“Toda Ucrania votó por la declaración de independencia y ni uno solo de nuestros territorios votó en contra”, subraya con energía. A favor de la independencia votó también Crimea, con un 55%, recalca. “Ahora se olvidan de esto”, subraya. Yeltsin y su equipo emprendieron una débil defensa del Estado común, pero pronto se dejaron convencer por los ucranios. El acuerdo de Belovezhska y otros que siguieron se registraron aquel mismo mes de diciembre en la ONU.

Protección por misiles

Al desintegrarse la URSS en el territorio de Ucrania había 165 misiles estratégicos, cada uno con cinco cabezas nucleares, y de ellos 118 con combustible líquido y el resto con combustible sólido. Kravchuk dice que no se planteó quedarse con ellos. “Soy realista. No tomé la decisión yo solo. Invité a los especialistas, científicos y militares y les pregunté si podíamos conservar aquellos misiles en disposición de combate y dirigirlos y ellos respondieron negativamente. El control de las armas nucleares situadas en suelo ucranio estaba en Rusia. Todas las cabezas nucleares de misiles estratégicos, con combustible líquido y sólido, envejecían e iban a estar caducadas para 1997. Se convertían en un peligro y había que sustituirlas, pero nosotros no podíamos hacerlo”.

“Si además de nuestro alto potencial técnico-científico, hubiéramos tenido dinero, no excluyo que tal vez hubiéramos podido organizar la producción de nuestras propias cabezas nucleares”, razona. Y agrega: “Otra cosa es cómo hubiera reaccionado el mundo. Los presidentes de EE UU, George Bush y Bill Clinton, y el vicepresidente, Al Gore, me dijeron directamente que Ucrania debía sacar los misiles nucleares de su territorio, porque todos los 165 misiles estratégicos, sin excepciones, apuntaban a EE UU”. Los americanos estaban inquietos y los ucranios también, porque “el botón estaba en Rusia”, pero si “se atacaba a los norteamericanos desde nuestro territorio, la respuesta sería contra nosotros”. Así se llegó al memorando de Budapest (1994), por el que Rusia, EE UU y el Reino Unido daban garantías a Ucrania a cambio de la renuncia a sus armas nucleares. Ahora dicen que no hay mecanismo para cumplir aquel memorando, pero yo digo que lo que no hay es deseo ni voluntad política”.

Kravchuk no lamenta su renuncia a las armas nucleares. “¿Cómo puedo lamentar el haber perdido algo que se estaba oxidando?”, dice y admite que en plenas turbulencias provocadas por la ruptura de vínculos económicos, del sistema financiero, por la inflación, llegó a preguntarse “si no hubiera sido mejor avanzar paulatinamente hacia la independencia a través de la confederación”. “Pero ahora pensar así no tiene sentido. Existe Ucrania, que se desarrolla por la vía democrática por un camino muy difícil, con contradicciones y conflictos, pero avanza y conserva su independencia. Lo que siento ahora es que nuestros diputados no se ponen de acuerdo para poner orden en su propia casa, teniendo en cuenta la guerra que Rusia mantiene contra nosotros”.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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