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Tribuna
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Morirse de envidia (Ayuntamiento, Oslo)

Dijo el ciclista Martín Emilio “Cochise” Rodríguez, campeón mundial, que “en Colombia se muere más gente de envidia que de cáncer”

Ricardo Silva Romero

Dijo el ciclista Martín Emilio “Cochise” Rodríguez, el campeón mundial de pista en 1971, que “en Colombia se muere más gente de envidia que de cáncer”. Tendría que haber visto la indignación de la veintena de criollos que protestaron frente a la embajada de Noruega –y haber leído las declaraciones mezquinas de la oposición comandada por el expresidente Uribe– cuando le estaban entregando el Premio Nobel de la Paz al hombre que han querido ver como a un enemigo porque algún enemigo han de tener: pura ceguera, puro resentimiento transmitido de generación en generación, pura ilusión de que lo que han ganado los demás se lo han robado a ellos, pura envidia. Cómo hacen para verle el lado malo al fin de esa guerra. Por qué tanto odio. Por qué no les gusta esta paz si en el peor de los casos es mejor que el desangre.

Porque no les sirve. Quieren volver al poder en el hipotético 2018. Y esta es una paz que hizo otro: el presidente Santos, que fue uno de los suyos hasta que dejó de ser uribista en el mal sentido de la palabra. Reconocer lo obvio –que es mejor que las Farc se acaben– sería una sensatez, pero se trata de ser Donald Trump. Porque el odio no sólo crea adicción, sino que recluta. Porque, luego de ocho años de populismo protagonizados por Uribe, a demasiados colombianos se les ha metido en la cabeza que a uno le tiene que gustar su presidente. Y han encontrado en Santos un blanco fácil: un aristócrata, un heredero, un bogotano, en un país que ha sido gobernado como un feudo, “¡fuera!”. Y han sabido capitalizar el rencor que la guerrilla empezó a ganarse el día en que empezó a atacar al pueblo.

Están dispuestos a todo con tal de quedarse con todo. En la semana del Nobel, que era un buen momento para callar, el inescrupuloso Uribe fue a Washington a insinuarles a los amigos de Trump –que hablan su lengua– que Santos está montando una dictadura. Y algunos de sus reclutas han llegado al extremo de servirse del brutal crimen de una niña indígena de siete años en un apartamento de la clase alta de Bogotá –la noticia que ha obligado a la sociedad colombiana a poner la mirada sobre la sociedad bogotana– para acusar a los asqueados y a los indignados de inconsistentes: “ahora sí quieren todo el peso de la ley, pero están dispuestos a perdonar a las Farc…”. Por supuesto, olvidan que en ambos casos se espera verdadera justicia: reparación. Y lo olvidan porque lo suyo es poner en escena conjeturas malsanas.

Y aplazar la realidad: repetir que la paz con las Farc será mala –que desatará la violencia de siempre– hasta que siga la guerra.

Sólo una voz entre la envidiosa oposición, la de la candidata conservadora Marta Lucía Ramírez, sonó cuerda en la mañana del Nobel: “a partir del hecho cumplido debemos trabajar todos por el respeto al otro y a la ley para lograr la paz más allá de nuestras críticas al acuerdo”, dijo mientras Santos leía en el ayuntamiento de Oslo un valiente y emocionante discurso cuyo clímax era la verdad “hay que replantear la guerra mundial contra las drogas”. Sí, es mejor corregir algo que existe a corregir algo que no existe; que se acabe una guerrilla puede librar a la izquierda de un estigma que este año les ha costado la vida a 91 defensores de los derechos humanos, pero dígaselo usted a un político en campaña. Conviene ver el país propio con ojos de extranjero: Colombia es una guarida de victimarios, pero también es este país de víctimas que tenía que ganarse el Premio Nobel de la Paz por sobreponerse a una guerra de sesenta años.

Conviene ser un colombiano que vive en Noruega: reconocerle a Santos que él y los negociadores de ambas partes han echado a andar un país sin las Farc. Pero dígaselo usted a un colombiano envidioso.

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