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Cartas de Cuévano
Columna
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La música que se va

El sincero deseo es que el año que termina quede sellado a piedra y lodo con la música que se va

El sincero deseo es que el año que termina quede sellado a piedra y lodo con la música que se va. Es ya una cápsula de tiempo donde la bruma de un mundo inexistente jamás imaginó los horrores del hoy, allá donde parecía cruzar la neblina un auto deportivo de color rojo y al frenar se bajaba una musa con una boina de color zarzamora en medio de una lluvia de morados. El mundo donde bastaba escuchar la voz cascada de un hombre que hablaba poemas acompañado de su guitarra para sentir que uno también estaba encerrado en la habitación de un hotel perdido, mirando el atardecer de una isla en Grecia para despedir el fantasma de una rubia y luego, mirarlo andar sonriente por las calles de Oviedo la noche en la que un príncipe acababa de reconocerle las rimas de un vals en sepia.

Se va a las estrellas la música que lanzó desde el espacio un hombre-mujer que llevaba un rayo sobre la frente, una belleza delgada que volaba en el pelo los acordes disonantes de una música que rompe cuadrículas y luego, camina como un gentleman sin bastón por los senderos de todos los jardines que se bifurcan. Alguien intenta reproducir el telegrama en código Morse de las yemas de sus dedos sobre el brazo de una guitarra que ya se confunde con las estrellas y baja como papalote cursi una balada que alguna vez bailé con una mujer como si se tratara de un murmullo sin intenciones, un secreto pegado a la piel… y todo se enreda en la grabación tatuada sobre la memoria donde todos dejamos de ser lo que fuimos para congelar en el instante la partitura con la que intentaremos caminar el año nuevo y los silencios por venir. Es quizá la única cartografía que puede convertirse en plan de vuelo o esquema para próximas evasiones: evocar la música que se va para cimentar el pretérito y caminarle de frente al incierto paisaje de mañana, tan sembrado de antemano con iras y odios acumulados durante un año ya ominoso.

Se va la música en las voces de quienes creíamos eternos sabiendo que los llevamos grabados en el recuerdo nada electrónico de los párpados, en las madrugadas donde sin bocinas se escucha la voz de poetas antiguos traducidos a un inglés de maple y venas o en el raro amanecer de quien pedía a gritos que no le cayera el Sol a su tarde. Se va la música lenta de la borrosa realidad ralentizada que llevamos en la mirada intacta para deletrear una mejor versión del mundo mañana mismo y se va la música, precisamente porque se queda. Ya para siempre.

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