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Nada escrito
Columna
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Carnaval y apocalipsis

México, país de excesos, ha llevado el delirio de las redes sociales a la realidad

Juan Villoro

La desmesurada vida mexicana alterna el carnaval con el apocalipisis y en ocasiones los combina. De acuerdo con el periódico Reforma, en Navidad hubo trece ejecuciones. Poco antes, el 20 de diciembre, una explosión en el mercado de cohetes de Tultepec cobró la vida de treinta y tres personas.

Si Europa vive bajo la angustia de posibles atentados terroristas, México vive amenazado por sus festejos. De manera casi inverosímil, el Estado de México, al que pertenece Tultepec, cuenta con un Instituto Mexiquense de Pirotecnia. Poco después de la tragedia, “autoridades competentes” (oxímoron perfecto) informaron que harán lo necesario para que se vuelvan a vender los cohetes que de manera tan arraigada pertenecen a la cultura nacional.

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Se diría que en México lo que no estalla no causa gracia. Pues bien: este país de excesos ha llevado el delirio de las redes sociales a la realidad. Hace unos meses, Crescencio Ibarra, hombre de pocos recursos del poblado de La Joya, San Luis Potosí, subió al océano digital un video para anunciar los quince años de su hija Rubí. “Todos están invitados”, dijo con una convicción que se volvería viral. Como los mexicanos somos ociosos crónicos, el convite en una apartada ranchería se convirtió en urgencia nacional. El año más violento en la gestión de Peña Nieto coincidía con la algarabía de su pueblo. Carnaval en el apocalipsis.

En 1948 el filósofo Jorge Portilla comenzó a publicar los ensayos que se reunirían de manera póstuma en 1966 bajo el título de La fenomenología del relajo. Sus reflexiones fueron decisivas para la interpretación que Octavio Paz hace de la fiesta mexicana en El laberinto de la soledad (1950). De acuerdo con Portilla, el mexicano sublima sus quebrantos a través del jolgorio donde se celebra a sí mismo. Una vez juntos, al calor del tequila y los mariachis, olvidamos el motivo cívico o religioso que nos congregó y damos rienda suelta al frenesí. Esta dinámica permite que los “colados” sean protagonistas de una actividad en la que se participa sin otras credenciales que la sed y el entusiasmo.

Los quince años de Rubí revelan que México ha cambiado poco desde mediados del siglo XX. Veinte mil desconocidos fueron a La Joya a bailar la quebradita y entrarle al mole. El ágape confirmó que nada es más contagioso ni más arriesgado que el desmadre. Hubo carreras de caballos y una persona perdió la vida al ser arrollada.

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Un insólito caudal de dinero y energías demostró que en un país arrasado por la desigualdad y la violencia, el relajo es una tautología

Numerosos grupos se apuntaron a tocar gratuitamente, el maquillista de Thalía, Anahí y otras luminarias acicaló el rostro de la quinceañera y la compañía Fender le fabricó una guitarra personalizada. Un insólito caudal de dinero y energías demostró que en un país arrasado por la desigualdad y la violencia, el relajo es una tautología: no requiere de otro pretexto para suceder que el ímpetu de que suceda.

En esa aglomeración donde nadie podía temerle al ridículo no faltaron políticos cuya ideología es el folklor. Hilario Ramírez Layín, alcalde de San Blas, Nayarit —que pasó al fama por declarar que roba “poquito” y aspira a gobernar su estado— regaló un coche a la festejada, que no tiene edad para conducir. Y Juanito, actor en la película Las perfumadas y candidato “fantasma” a la Delegación de Iztapalapa en 2009, se presentó con un listón cherokee en la frente.

No es casual que en un lugar llamado La Joya una chica lleve el nombre de Rubí, aunque quizá la elección no se deba a la geografía sino a una telenovela. Y si a nombres vamos, resulta emblemático que el muerto de la fiesta se apellidara como el presidente. Félix Peña murió entre la felicidad general, en un país sin rumbo, donde el carnaval no siempre se distingue del apocalipsis.

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