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NADA ESCRITO
Columna
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Inventando al enemigo

Como Tony Soprano en la serie, Donald Trump sabe que puede controlar a su vecino

Juan Villoro

“Nuestros vecinos, es decir, nuestros enemigos”, escribió Primo Levi. Las colindancias dividen en un sentido físico, pero también moral. El jardín de al lado siempre es más verde, pero los prejuicios permiten que nos sintamos mejores a quienes viven ahí. Si no somos magníficos, por lo menos no somos como ellos.

En un episodio de Los Soprano, el protagonista enfrenta la suspicacia de sus vecinos, que temen —y en cierta forma también anhelan— vivir junto a un gánster. Para satisfacer el morbo de la casa de junto, Tony Soprano llena una caja de arena, la envuelve y en tono cómplice pide a sus vecinos que se la guarden. Ellos no pueden negarse; aceptan la caja pensando que contiene algo comprometedor sin saber que se trata de arena. En un solo gesto, Tony se congracia con ellos y envenena su vida.

No es fácil convivir con el otro, en gran medida porque resulta muy provechoso considerarlo inferior. En una ocasión, Umberto Eco tomó un taxi en Nueva York, conducido por un paquistaní. Al enterarse de que era italiano, el taxista le preguntó: “¿Quiénes son sus enemigos?”. Eco respondió que, de momento, su país no estaba en guerra con nadie o, en todo caso, estaba en una soterrada contienda contra sí mismo. La respuesta decepcionó al conductor: un país sin adversarios carecía de identidad, ¿podían los italianos ser tan amorfos? Al bajar del auto, Eco compensó con una propina la pobre beligerancia de su país. Minutos después pensó que en realidad Italia enfrentaba una legión de adversidades, la mayoría de ellas internas, pero carecía de claridad para identificarlas. La inquietud del taxista era más profunda de lo que parecía: el otro puede servir para canalizar el odio y la desconfianza, pero también para saber, por riguroso contraste, quiénes somos. El resultado de estas reflexiones fue el ensayo Inventando al enemigo. Ahí afirma: “Tener un enemigo es importante no sólo para definir nuestra identidad sino para enfrentar un obstáculo contra el cual podemos medir nuestro sistema de valores”.

A diferencia de Italia, Estados Unidos no ha vacilado en construir sucesivos adversarios: el nazi, el comunista, el terrorista islámico, el narcotraficante. En tiempos de la perestroika, Eduard Shevardnadze fue ahí como ministro de Exteriores de la Unión Soviética y declaró: “Les voy a hacer lo peor que podía pasarles: quitarles un enemigo”.

Pero los rivales se renuevan tanto como la paranoia y el más reciente es el mexicano. De acuerdo con Donald Trump, el país que en los dibujos animados inspiró las veloces correrías de Speedy González, debe quedarse en su ratonera. El 11 de enero confirmó que construirá un muro para impedir el flujo ilegal de migrantes y añadió que la delirante edificación será pagada por los mexicanos.

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Peña Nieto respondió de inmediato, aclarando que México no pagará nada. Obviamente, Trump no se refiere al pago directo de los ladrillos, sino a medidas proteccionistas en la industria, impuestos a las remesas y deportación de mexicanos (300.000 de ellos en cárceles) que le quitarán recursos a México. No hay nada que Peña Nieto pueda hacer al respecto.

Lo verdaderamente grave es lo que ya hizo para apoyar a Trump: lo invitó a México durante su campaña, por iniciativa del entonces secretario de Hacienda, Luis Videgaray. El magnate disfrutó de una oportunidad única para humillar a otro país en su propio territorio. La indignación nacional provocó que poco después Videgaray perdiera el puesto. En un claro gesto de subordinación a Estados Unidos, ahora regresa como responsable de Relaciones Exteriores.

Como Tony Soprano, Donald Trump sabe que puede controlar a su vecino con un paquete inquietante. Para nuestra desgracia, el encargado de custodiar esa caja es Luis Videgaray.

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