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NADA ESCRITO
Columna
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Un médico en Ayotzinapa

Beristain narra en su libro la apasionante vida privada del informe sobre la desaparición

Juan Villoro

¿Quién pertenece en verdad a un sitio? En El cazador de historias, Eduardo Galeano ofrece una lección al respecto. Vivía exiliado en Calella de la Costa, Cataluña, cuando recibió la visita de un paisano. Recorrieron el pueblo hasta que el amigo uruguayo expresó entre dientes: “Qué feo”. Tenía razón, pero a Galeano le dolió: “Y porque me dolió, descubrí que yo quería al pueblo donde vivía”. Somos del lugar que nos afecta.

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Nacido en el País Vasco, el médico Carlos Martín Beristain pasó de entender el sufrimiento en los hospitales a entenderlo en cualquier sitio donde se violen los derechos humanos. Después de participar en comisiones de la verdad en Perú, Ecuador, Guatemala y Paraguay, se integró al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) que investigó la desaparición forzada de 43 estudiantes de Ayotzinapa. Durante 14 meses, él y otros cuatro especialistas buscaron el sentido de algo que parecía no tenerlo. En su libro El tiempo de Ayotzinapa, narra la apasionante vida privada de un informe público.

Los expertos llegaron a México cuando la versión oficial sostenía que los 43 habían sido quemados en el basurero de Cocula por una banda del narcotráfico. A partir de datos que el Gobierno tenía pero no había analizado, construyeron una narrativa más confiable. El análisis de la telefonía reveló que el Ejército y las policías municipal, estatal y federal estuvieron al tanto del operativo. La escalada de la violencia coincidió con la aparición de un quinto autobús en poder de los estudiantes que posiblemente contenía droga (de acuerdo con Open Society, hay antecedentes de una ruta de Iguala a Chicago con camiones modificados para el contrabando). Otra revelación fue el peritaje de fuegos: los cuerpos no pudieron ser calcinados a cielo abierto en las condiciones referidas por la investigación.

Aunque el informe carecía de un final concluyente, alivió a los padres de los desaparecidos. Después de meses sabían algo concreto y nada lastima más que la incertidumbre.

Fue poco lo que el GIEI pudo avanzar después. Imposible sortear una investigación fragmentada, con detenidos en Nayarit y Tamaulipas, declarantes que cambiaban su versión de acuerdo con las presiones, hasta 17 tipos de informes médicos diferentes, hechos por peritos que pertenecen a la misma corporación de quienes hacen los arrestos (¿es posible detectar tortura en esas circunstancias?).

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Julio César Mondragón murió en la noche de Iguala, con señas de tortura. No se le hizo una prueba inmediata de ADN. El peritaje estuvo listo cuatro meses después, con la intervención de 51 personas en nueve lugares distintos.

El segundo informe del GIEI ofreció un diagnóstico certero de las dificultades para impartir justicia en México. En el libro de Beristain, el chileno Francisco Cox resume la situación con un aforismo digno de Kafka: en México no se castiga con la condena sino con el proceso. Y quienes lo padecen son los familiares de las víctimas. En esta misma lógica, Beristain advierte que las autoridades impugnadas pueden perder el puesto, pero solo para asumir otro. El mensaje instrumental es: “No pudo con el problema”; el mensaje simbólico: “Sigue a cargo”.

Volvamos a la pregunta: ¿Quién pertenece en verdad a un sitio? La parábola del “buen samaritano” trata de un hombre que socorre a un herido en la carretera a Jerusalén. Jesús explica que ese hombre, que merece ser llamado “digno”, es un “samaritano”. La palabra ha llegado a nosotros como sinónimo de quien hace el bien en forma desinteresada, pero su sentido original es más profundo. Se trata de un gentilicio: el benefactor procedía de Samaria, un lugar lejano. Era un extraño, no tenía por qué estar ahí, pero fue el que ayudó.

Es la dignidad del médico que diagnostica El tiempo de Ayotzinapa.

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