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MIEDO A LA LIBERTAD
Columna
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Asaltar las calles

La pesadilla se ha convertido en realidad y como advierte Trump, aún no hemos visto nada

Parafraseando el título del famoso libro de John Reed sobre la Revolución rusa, los 17 días que lleva Donald Trump en el poder están estremeciendo al mundo. Su llegada es un hecho sin precedentes en la historia de la Casa Blanca. Se cuestiona todo y nadie está seguro ni dentro ni fuera de Estados Unidos, el país que condensó todas las teorías democráticas, desde el ágora ateniense, hasta lograr el experimento más exitoso del poder popular.

Es verdad que los padres fundadores desconfiaban del voto popular y por eso crearon el colegio electoral, lo que ahora explica que el magnate neoyorquino se haya convertido en presidente por medio de un proceso legal y democrático, a pesar de haber perdido la contienda por casi tres millones de sufragios.

El mundo contiene la respiración y Trump se ríe. Es la antidiplomacia, un fenómeno que, algunas veces, parece sacado de la película El gran dictador, de Chaplin, y otras, de escenas de Robert Graves, concretamente de sus libros Yo, Claudio y Claudio, el dios y su esposa Mesalina.

Cuando uno se pregunta en qué momento comenzó la decadencia del Imperio Romano, la respuesta correcta es con el nacimiento de los césares. Cada vez que llegaba un césar, el Senado —la máxima institución de la República— tenía que debatirse entre defender el poder institucional de la democracia romana o morir en el Tíber ahogado por los caprichos del Calígula o del Nerón de turno.

El Capitolio, la última esperanza junto con el Tribunal Supremo de Estados Unidos, oscila, calla, duda y observa a la Casa Blanca sin saber qué decir ni qué responder frente a esta orgía de asalto al poder que está desencadenando el 45º presidente del imperio del norte.

La Unión Europea ya lo ha acusado de ser un factor desestabilizador. Hace unos días le colgó el teléfono al primer ministro de Australia, Malcolm Turnbull, solo por abordar el tema de los refugiados, y al mexicano Enrique Peña Nieto —sea verdad o mentira— lo dejó en evidencia delante de su pueblo como un hombre que titubea frente a un coloso que amenaza con invadir su país.

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Ante todo eso, la reacción del Partido Republicano, de los senadores y de los congresistas, ha sido la misma que tuvieron los senadores frente a los emperadores más excéntricos de la Roma antigua: la de no saber cómo va a acabar todo esto.

Mientras tanto, lo que es verdad es que a Trump le votaron 62,7 millones de personas en un proceso que contó con un 55% de participación ciudadana. Por tanto, el asalto que le queda pendiente después de asustar al Senado, condicionar al Tribunal Supremo y hacer desaparecer al Congreso en su país, es conquistar las calles, algo que sin duda puede terminar consolidando su poder, aunque nadie sepa muy bien en qué consiste, salvo en la destrucción del orden que conocíamos.

Frente a las manifestaciones de los díscolos demócratas que creen que en el siglo XXI todavía importan las formas de la vieja estética democrática, el magnate los desafía una y otra vez con sus órdenes ejecutivas, para que todo el país pueda tener el futuro que él promete.

Las clases políticas y los demócratas de todo el mundo se encogen cada mañana y tratan de despertarse pensando que todo fue un mal sueño. Sin embargo, la pesadilla se ha convertido en realidad y Trump es hoy no solo un fenómeno mundial que nos afecta a todos, sino que, como él mismo advierte, todavía no hemos visto nada.

Su victoria electoral, su victoria sobre los medios de comunicación, sus amenazas de retirar los fondos federales para la Universidad de California en Berkeley por una protesta contra un acto del ultraderechista Milo Yiannopoulos, son solo ejemplos del comienzo de un sistema que solo él entiende, pero que todos los demás le permiten por ese antiquísimo mecanismo de control de los seres humanos llamado miedo.

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