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Nada escrito
Columna
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¿Guadalupanos sin fronteras?

Mientras las fronteras se cierran, la Virgen hace milagros pero no ampara a quienes se juegan la vida en el desierto

Juan Villoro

Después del 11 de septiembre de 2001, el legítimo temor a nuevos ataques terroristas transformó a quienes viajan a Estados Unidos en sospechosos que deben ser escaneados sin zapatos. Cruzar la aduana es un rito al que se peregrina durante una hora.

En un país de opciones y privilegios, no tardó en surgir un paliativo. Junto a la marea de turistas lentos, otra fila avanza con celeridad. Por ahí ingresan quienes pertenecen al programa Global Entry, que admite “viajeros confiables”.

Para pertenecer a la categoría rápida hay que llenar un formulario, pagar una cuota, esperar la aceptación provisional y sostener una entrevista con la policía en algún aeropuerto de la Unión Americana. Obviamente, quienes arriesgan su destino en el Río Bravo no pueden acudir a esta medida de excepción. Contaré una anécdota esotérica que en modo alguno mitiga el drama fronterizo.

Las citas de Global Entry requieren de anticipación; presenté mi solicitud en agosto de 2016 y conseguí un encuentro para diciembre. En el compás de espera, Trump fue electo presidente.

La principal característica del Aeropuerto Benito Juárez es que programa más vuelos de los que puede gestionar; tal vez por eso lleva el nombre de un prócer que defendió la soberanía en carreta. Ahí, los traslados no necesariamente responden a la velocidad de la propulsión a chorro. El caso es que llegué tardísimo a la cita con la policía estadounidense. En la puerta, un letrero anunciaba: “No tocar”. Al cabo de media hora fui atendido por un policía de una corpulencia que hacía innecesario su cinturón armado. Revisó mi solicitud y detuvo el índice en la hora convenida. Aunque la impuntualidad es una tradición mexicana, no era el momento de ponerse patriota. Tampoco valía la pena echarle la culpa a la saturada torre de control de la Ciudad de México. Acepté ser el piloto de mi impericia y obtuve una segunda oportunidad.

Media hora después fui admitido a una oficina donde me esperaba otro oficial. “¡Qué gusto verlo!”, exclamó. “Amo su país y soy devoto de la Virgen de Guadalupe. Le debo mi trabajo; bueno, le debo todo”. Contó que había nacido en República Dominicana y un día de sol, mientras dormitaba en clase, sintió un rayo que lo impulsaba a emigrar a Estados Unidos. Detrás de eso había una voluntad sagrada. Para cerciorarse, viajó a la Ciudad de México y consultó el asunto con la Virgen de Guadalupe. Ella lo animó a dejar su país y le sugirió que, ya que sería inmigrante, buscara trabajo en las aduanas. Así lo hizo. Descubrió que un país puede ser vigilado por gente que no ha nacido ahí, algo estupendo para él, pero fue asignado a una ciudad incómoda. Volvió a la Basílica y pidió un traslado. Lo obtuvo tres días después. Le pregunté si toda su familia era tan devota: “Es el tercer milagro”, contestó. Su padre tuvo hijos con varias mujeres y él no aceptaba ese amor repartido. Cuando su padre murió, le rezó a la Virgen y ella lo conminó a que lo perdonara y buscara a sus medios hermanos. Obedeció y ahora su casa está llena de sobrinos. Me mostró un video de su sala, presidida por un cuadro de la Virgen que compró en México. Luego me enseñó el pasillo: “¿Nota algo raro?”, preguntó. “Hay una mancha en la pared”. “¿Qué forma tiene?”. No me costó trabajo reconocer en esa huella de humedad la silueta de la Virgen.

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Entrevisté al oficial hasta que suspendió la plática porque otro pasajero lo aguardaba. “¡Viva México!”, se despidió.

Mientras fronteras se cierran, la Virgen hace milagros. Sin embargo, no ampara a quienes más los necesitan y se juegan la vida en el desierto.

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