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Una Casa Blanca de uñas con el mundo

Trump ha relegado al Departamento de Estado en favor de sus asesores y mantiene paralizada la máquina de la diplomacia

Lluís Bassets
Figura satírica de Donald Trump en una de las carrozas del carnaval de Colonia, en Alemania. 
Figura satírica de Donald Trump en una de las carrozas del carnaval de Colonia, en Alemania. Thomas Lohnes (Getty Images)

Donald Trump va a la suya. En poco más de un mes ha acumulado ya una temible coalición de adversarios, dentro y fuera de su país. Los periodistas ante todo, por supuesto. También los jueces y los espías, a los que ha vejado e incluso insultado. No digamos de cara a afuera: mexicanos y europeos, chinos y árabes... Ahora incomoda incluso a sus amigos rusos, desconcertados ante el escándalo que promete arruinar el inquietante proyecto de un nuevo comienzo entre Washington y Moscú.

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La presidencia de Trump empezó como el imperio del caos, hizo una pausa de exactamente 60 minutos cuando adoptó los gestos y el discurso presidenciales ante el Congreso el pasado martes por la tarde, y regresó a continuación donde solía, al caos que le caracteriza, como se ha visto con el nuevo escándalo de las mentiras de Jeff Sesssions, el fiscal general que ocultó ante los senadores sus dos encuentros con el embajador de Rusia, Sergei Kisliak, durante la campaña electoral.

Una buena prueba del caos que impera en el imperio la ofrece el Departamento de Estado, la todopoderosa institución que organiza la diplomacia y las relaciones exteriores y constituye el brazo principal del llamado soft power de EE UU. El soft power o poder blando, un concepto acuñado por el politólogo estadounidense Joseph Nye, es la capacidad por parte de “un país de obtener lo que desea en política internacional gracias a que otros países van a seguirle debido a que admiran sus valores, quieren emular su ejemplo y aspiran a igualar sus niveles de prosperidad y apertura”.

Desde el 20 de enero, día de la toma de posesión de Trump, los periodistas han dejado de acudir al encuentro diario del portavoz de la diplomacia estadounidense en el que se repasaba la actualidad mundial y las principales iniciativas en política exterior del Gobierno. No fueron convocados mientras estaba vacante la jefatura del departamento, la secretaría de Estado con su rango informal de segunda figura en visibilidad del Gobierno; pero tampoco han sido convocados desde el 1 de febrero, cuando tomó posesión el nuevo secretario, Rex Tillerson, hasta ahora presidente de la petrolera Exxon Mobile, sin ninguna experiencia política y hasta ahora sin apenas visibilidad internacional.

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Los briefings diarios y on the record de Foggy Bottom —nombre del barrio de Washington a orilla del Potomac donde se halla el Departamento de Estado— son una tradición ininterrumpida desde los años 50 que permite obtener información y orientaciones sobre la política exterior de EE UU no tan solo a los periodistas sino a todo el mundo político, económico y diplomático. Mientras no se reanuden, las fuentes diplomáticas se hallan exclusivamente en la Casa Blanca, donde el yerno de Trump, Jared Kushner, y su asesor estratégico, Steve Bannon, son los auténticos directores de la política exterior y de la diplomacia. Descontando al presidente, naturalmente, con sus tuits nocturnos incontrolados que también pueden afectar a las relaciones con otros países.

La “deconstrucción de la Administración del Estado” es, junto al nacionalismo económico, uno de los pilares del programa de Bannon y está claro que el Departamento de Estado es uno de sus objetivos preferidos, junto a una lista de agencias declaradas prescindibles (medio ambiente, entre muchas otras), elaborada el pasado año por la ultraconservadora Fundación Heritage en previsión de una victoria republicana.

Tillerson no parece que vaya a resistirse. En su primer discurso ante sus funcionarios el 2 de febrero ya anunció que cambiaría la forma tradicional de hacer las cosas e introduciría mayor eficiencia. Si tiene ideas políticas propias no las ha explicado, según se evidenció en el Senado antes de su nombramiento, donde lo más destacado fue el énfasis con que adoptó la expresión “Islam radical”, tan apreciada por Trump y sus ideólogos, pues la consideran indispensable para vencer al terrorismo.

El nuevo secretario no hará una diplomacia viajera, como la que han practicado casi todos sus antecesores, y especialmente los dos últimos, John Kerry y Hillary Clinton, que se desplazaban constantemente para resolver crisis, mantener informados a los aliados y reforzar los vínculos internacionales. Peligran muchas de las numerosas misiones y embajadas especiales encargadas de la resolución de conflictos, como la guerra de Siria o el conflicto de Sudán del Sur (hay unas 60). El recorte presupuestario puede alcanzar, según The Washington Post, hasta un 37% de la mayor institución diplomática del mundo.

Las tres fuentes del poder blando de Joseph Nye, que son la cultura, los valores políticos y la política exterior, tienen escaso o nulo interés para Trump. De la cultura surge la atracción que ejerce el país sobre el resto del mundo y es evidente que el trumpismo perjudica la imagen exterior de EE UU. Sobre los valores en los que Trump tampoco cree se construyen las alianzas y las instituciones internacionales, a las que el trumpismo presta muy escasa atención. A partir de una política exterior legitimada y con autoridad moral crece un orden internacional consistente con la democracia liberal estadounidense, un concepto falto de interés en el mundo hobbesiano de Trump, donde solo reinan la ley del más fuerte y la capacidad para hacer acuerdos y obtener contraprestaciones sin horizontes estratégicos compartidos.

Trump es un enemigo abierto del poder blando. Digámoslo todo, no es el primero. Otro Donald, Rumsfeld, secretario de Defensa con George W. Bush durante la guerra de Irak, no creía en el poder blando o lo consideraba una expresión de debilidad que una superpotencia como EE UU no debía utilizar. Si el prestigio del poder blando o por co-optación era limitado entre los neocons de Bush, los alt-right (derecha alternativa) de Trump prefieren el poder por coerción, tal como ha exhibido el presidente con su anuncio de un incremento del gasto militar en casi un 10% —54.000 millones de dólares— para así “volver a ganar guerras”.

No comparten estas ideas tan simples los 120 generales y almirantes retirados de máximo prestigio que han pedido en una carta al Congreso el mantenimiento del gasto en diplomacia y en cooperación al desarrollo. Saben que las guerras ya no se ganan como en las películas que Trump imagina y que no hay una solución militar para todo, sino que más bien al contrario, se necesita mucha diplomacia y mucha cooperación para evitar guerras e incluso hay que gastar en ese tabú de los alt-right que es el cambio climático, a la vista del origen de muchos conflictos en catástrofes medioambientales. En caso contrario ya sabemos qué sucederá. Los 120 generales y almirantes citan a su colega James Mattis, uno de las pocas cabezas pensantes y sensatas de la actual Administración, al cargo del Departamento de Defensa, que cifró de forma muy sencilla la ecuación entre el poder blando de la diplomacia y el poder duro de las armas cuando era el jefe del Comando Central: “Si no financiamos adecuadamente el Departamento de Estado, entonces tendremos que gastar más en munición”.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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