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Columna
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Justicia y sustitución para erradicar la guerra

Los debates en el parlamento colombiano han dejado ver los apetitos burocráticos de siempre

Diana Calderón

Han pasado 100 días. En estos tres meses el proceso de paz ha estado bajo el necesario escrutinio que tiene el valor de dar legitimidad a lo firmado y prender alarmas ante las naturales dificultades que implica la implementación de los acuerdos en las etapas posteriores a la negociación con los grupos armados en el mundo. Ha ocurrido en Sudáfrica y en Centroamérica. Las experiencias de otros deberían servir para anticiparse a los problemas, pero ocurre como en los seres humanos en sus etapas tempranas, lo que no se vive en carne propia no se aprende.

Se han visibilizado en el caso colombiano las históricas incompetencias de algunos funcionarios para garantizar temas que no son superfluos como la infraestructura para alojar a casi 7.000 guerrilleros en 26 zonas veredales a pesar de la insistencia en que al frente de este reto se nombrara a un gerente eficaz capaz de generar las condiciones para la entregar de las armas a la ONU, que por su parte, y a través de Jean Arnault y sus reiteradas declaraciones no ha dado mayores muestras de imparcialidad dentro del mecanismo tripartito de verificación del proceso.

Ya el foco está en la solución a lo ocurrido a pesar de los reclamos airados de lado y lado. Ahora el país debe hacer una apuesta definitiva por dos temas transversales a la verdadera posibilidad de hacer estable la paz y cimentar estructuras que impidan que se sigan recliclando las guerras de siempre, con características que además van empeorando porque ya no surgen de las diferencias ideológicas y el abandono, sino de las delincuencias puras que montan paraestados de economías ilegales y violencias que dejan huellas imborrables en los menores y las mujeres especialmente.

Son la Justicia Especial para la Paz y el programa de Sustitución de Cultivos Ilícitos. La primera es la garantía de conocer la verdad y a partir de allí hacer justicia con lo hecho por los actores del conflicto, los militares que deshonraron a la institución y los terceros que se involucraron en su faceta de acumuladores y sangre fría.

Los debates en el parlamento colombiano han dejado ver los apetitos burocráticos de siempre, el ausentismo, impedimentos antes ocultados y demás males que se repiten ante las votaciones urgentes, cuando lo necesario es avanzar en las claridades y los acuerdos en temas planteados por oposición y aliados del gobierno en torno a si los militares corren el riesgo de ser juzgados por tribunales internacionales por responsabilidades derivadas de su mando y en la escogencia con diversidad ideológica además de las mayores condiciones de idoneidad de los 38 miembros a conformar la JEP, para garantizar justicia.

Tienen razón quienes prenden las alarmas en ambos casos y por lo menos en el último la alianza Elección Visible plantea condiciones para escoger a esos jueces de quienes depende el futuro de Colombia como sociedad en paz.

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El otro tema y no menos importante tiene al gringo encima, por el aumento de los cultivos ilícitos en Colombia que supera ya las 180.000 hectáreas, cifra que había registrado Colombia en 2001 cuando se dio inicio al Plan Colombia. Aunque los datos de la CIA y los de Naciones Unidas difieren, siendo los del organismo multilateral más bajos, las siembras sí han crecido y así también las incautaciones, unas 380 toneladas en 2016, es decir 49% más que en 2015.

Si los colombianos seguimos siendo los reyes de la coca según las cifras siempre distintas de Naciones Unidas y del departamento de Estado, los gringos siguen siendo las narices de pinocho pues aunque según datos mencionados recientemente por la periodista Paola Ochoa, ahora el consumo de los estadounidenses privilegia la heroína y las anfetaminas, la responsabilidad saben bien la deben asumir tanto como nosotros.

Mientras en Estados Unidos miden, en Colombia el gobierno ha hecho una gran apuesta por erradicar 100.000 hectáreas de coca a través de cultivos alternativos y erradicación manual y un ambicioso programa de sustitución voluntaria en más de 50.000 familias en casi 40.000 hectáreas. La suspensión de la aspersión con glifosato no fue el resultado de un capricho. Fue orden de la Corte Constitucional y tuvo como fundamento comprobaciones científicas sobre los gravísimos efectos en la salud.

Y más allá de esa discusión, lo que resulta importante es que el acuerdo con las FARC sí abre una oportunidad para que quienes sembraron y financiaron su guerra con la coca hoy la ayuden a erradicar especialmente en los departamentos donde el conflicto fue más crudo como en el Putumayo, Cauca, Catatumbo y Tumaco.

El modelo de sustitución voluntaria de cultivos permite un financiamiento a esas familias que se van a dar la oportunidad de volver a creer en el Estado que estuvo ausente, van a recibir su sustento de la legalidad y el gobierno por lo tanto tendrá que garantizar la construcción de institucionalidad e infraestructura para poder imaginar una nación justa y soberana.

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