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Las cuentas pendientes de El Chacal

El terrorista venezolano Carlos es juzgado en París por un atentado cometido en 1974

Marc Bassets
En la imagen, la abogada y esposa de El Chacal, Isabelle Coutant-Peyre (derecha), escucha en una sesión del juicio a su marido, dibujado en la segunda fila.
En la imagen, la abogada y esposa de El Chacal, Isabelle Coutant-Peyre (derecha), escucha en una sesión del juicio a su marido, dibujado en la segunda fila.NOELLE HERRENSCHMIDT (AP)

El Chacal se recuesta en la silla. Estira las piernas y se pone las manos en el bolsillo. Sonríe a una periodista que sigue el juicio desde la tribuna de prensa y le hace gestos. Él está en un cubículo acristalado con dos gendarmes que le vigilan. A veces hunde la cabeza entre los brazos, como si quisiera echarse una siesta. O habla, a través de un hueco en el cristal, con su abogada y esposa, Isabelle Coutant-Peyre. Le da la mano. En la cuarta sesión del último juicio al venezolano Ilich Ramírez Sánchez, Carlos o El Chacal —el terrorista responsable de decenas de heridos y muertos en los años setenta y ochenta, durante años uno de los más buscados—, interviene una sola vez. Es escueto. “Emiratos Árabes Unidos”, dice. Nada más. El testigo, su viejo camarada alemán Hans Joachim Klein, acaba de hablar de un plan, allá por los años setenta, para secuestrar al embajador de Arabia Saudí en Londres, y Carlos quiere precisar que no era el embajador de Arabia Saudí, sino el de Emiratos Árabes Unidos.

Quedan lejos los años de plomo, en la época del Estado Islámico y el miedo a otro tipo de terrorismo. El tiempo suaviza la perspectiva para quienes no fueron víctimas directas de aquella violencia que mezclaba la revolución de extrema izquierda y otras causas como la palestina. Pero en la Europa de hace 40 años, cuando Sánchez y Klein eran terroristas a pleno rendimiento, jóvenes en la cúspide de una sórdida carrera profesional, los terroristas causaban más muertes que hoy. Solo en 1979 hubo más de mil ataques terroristas en Europa occidental.

Hoy todo queda en una nebulosa de fechas, lugares y episodios confusos. Carlos y Klein se han distanciado. Hasta final de marzo, el primero se sentará en el banquillo acusado por el atentado del 15 de septiembre de 1974 en el Drugstore Publicis del bulevar Saint Germain, en París, en el que alguien lanzó una granada que mató a dos personas e hirió a 34. Klein, arrepentido y afincado en un pueblo de Normandía, comparece como testigo de la fiscalía. Sostiene que un tiempo después del atentado de Drugstore, Carlos le confesó que fue él quien lanzó la granada. El testimonio de Klein es clave en este juicio, quizá el último a Sánchez, detenido en 1994 en Sudán y ya condenado en Francia dos veces a cadena perpetua por varios atentados.

Carlos niega su papel en este, pero ya lo dijo en una entrevista a EL PAÍS en 2010: no se arrepiente de nada. “El arrepentimiento es un concepto religioso. Yo no digo que nunca haya pecado. Pero en la lucha militante revolucionaria, no”.

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Las vidas de estos dos terroristas jubilados —Carlos, de 67 años, a la fuerza, puesto que vive para el resto de los días en una prisión de alta seguridad; Klein, de 69 años, retirado por decisión propia— confluyeron en aquellos tiempos turbulentos. En el palacio de justicia de la Ile de la Cité vuelven a coincidir. A un lado, el revolucionario profesional por excelencia. El mercenario vanidoso y amoral. Una figura que ha merecido películas y libros y ha cultivado una imagen de malvado glamuroso. El fanfarrón que, pese a ser la única persona en la sala privada de libertad, se ve como un triunfador, el macho alfa feliz de ser de nuevo el centro de atención.

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Al otro lado, el niño perdido del trauma alemán, como alguien le definió una vez. El hijo de un policía y de una judía deportada a Ravensbrück que abandonó las armas al descubrir que sus camaradas separaron a judíos y a no judíos en el secuestro en 1976 de un avión en el aeropuerto de Entebbe (Uganda), como los nazis. Un jubilado que llega a la sala con una chaqueta tejana y una pequeña mochila, inseguro ante los jueces y contradictorio en sus recuerdos: los golpes de la experiencia se le adivinan en la expresión y en la voz.

Si no conociésemos la identidad de cada uno, diríamos que a Carlos la vida le ha tratado mejor que a Klein, que el primero es el ganador y el segundo el perdedor. Pero hoy Klein tiene a Carlos a unos metros y no le intimida. Ante el juez le define como un asesino de masas: “Tiene un problema de salud mental”.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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