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Tribuna Internacional

Washington huele la sangre

La presidencia de Donald Trump ha empezado a naufragar apenas superados los 100 días de su llegada

Lluís Bassets
Un cartel muestra a Donald Trump con el ministro ruso de Exteriores, Serguéi Lavrov.  
Un cartel muestra a Donald Trump con el ministro ruso de Exteriores, Serguéi Lavrov.  Chip Somodevilla (Getty)

Es muy difícil destituir al presidente de EE UU. Tan difícil que nunca ha sucedido. Richard Nixon dimitió antes de que la Cámara de Representantes, institución que actúa como fiscal o acusación, aprobara su procesamiento. Bill Clinton fue acusado de perjurio y obstrucción a la justicia por la Cámara, pero luego le absolvió el Senado, la institución que dicta el veredicto sobre el presidente.

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El poder de destitución del presidente, enteramente en manos del Parlamento, es una pieza fundamental en el régimen presidencialista republicano decidido por los constituyentes en 1787 como alternativa a la monarquía británica. El presidente, dotado de poderes ejecutivos inmensos, tiene su límite finalmente en el Parlamento, que puede cortarle la cabeza simbólicamente con la destitución en vez de hacerlo físicamente como les sucedió a dos reyes de Inglaterra y de Francia.

No basta con las sospechas y ni siquiera las pruebas de un delito. Para que se lleve a cabo el impeachment es imprescindible una mayoría parlamentaria dispuesta, que normalmente solo se produce cuando el presidente ya no tiene o ha perdido el control de las dos cámaras, que son las que tienen que procesarle y juzgarle. En el caso de Trump, esto será así solo si se quiebra su relación con el Partido Republicano, cosa que sucederá cuando la agenda política de la vieja formación conservadora se haya convertido en impracticable, empiecen a peligrar los escaños de los republicanos o incluso pierdan la mayoría en las elecciones de medio mandato en 2018.

El carácter y la trayectoria del personaje, la obscenidad de su campaña y el descontrol de la Casa Blanca ya permitían prever que la idea del impeachment haría su aparición más pronto que tarde. La novedad es la rapidez con que Trump se ha situado bajo la sombra de su hipotética destitución. Los antecedentes más inmediatos, como son Nixon y Clinton, tropezaron con el proceso de destitución en su segundo mandato presidencial.

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El caso del impeachment de Trump, observado aún por los republicanos como una treta demócrata para echar al presidente, está lejos de ser claro. Algunas de sus actuaciones más polémicas, como la destitución del director del FBI, James Comey, o la revelación a una delegación rusa en el Despacho Oval de secretos facilitados por el espionaje israelí sobre el Estado Islámico, por escandalosos que parezcan, entran dentro de las prerrogativas extensísimas del presidente, de forma que las sospechas de abuso de poder, obstrucción a la justicia e incluso traición a los intereses estadounidenses deberán ser objeto de minuciosa investigación para que conduzcan al procesamiento.

El eslabón más débil es el general Michael Flynn, el consejero de seguridad nacional más efímero de la historia, que tuvo que dimitir a los 24 días de su toma de posesión por haber ocultado al vicepresidente, Mike Pence, sus contactos con el embajador ruso. El exgeneral se halla ya bajo la lupa de varias comisiones parlamentarias y ha sido citado a declarar por un gran jurado, no solo por sus contactos con Rusia, sino también con la Turquía de Erdogan. Dos de sus empresas cobraron de Moscú y de Ankara para defender sus intereses en Washington, pero luego ocultó esta relación, como hizo también con la reunión con el embajador ruso durante la transición presidencial, en la que se discutió sobre el levantamiento de las sanciones impuestas por Obama contra Rusia por la interferencia en la campaña.

Flynn propugnó el encarcelamiento de Hillary Clinton por el uso indebido de su mail cuando era secretaria de Estado en los mítines de campaña de Trump, pero ahora es él mismo quien se encuentra en una situación judicial comprometida, hasta el punto de que ha tenido que invocar la Quinta Enmienda de la Constitución, que garantiza el derecho a no declarar contra uno mismo, para negarse a facilitar al Congreso la documentación y el testimonio que le requieren varios comités.

El escándalo del espionaje ruso no llegó a adquirir la actual velocidad de vértigo hasta la destitución fulminante de James Comey el 9 de mayo, en un gesto presidencial insólito que ha minado la escasa credibilidad que podía conservar la imagen de Trump. El presidente intentó primero que el director del FBI dejara de investigar la conexión rusa. Luego presionó infructuosamente a dos altos cargos, el director nacional de Inteligencia, Daniel Coats, y el director de la Agencia Nacional de Seguridad, el almirante Michael Rogers, para que públicamente desmintieran la existencia de interferencias rusas en la campaña. Finalmente, buscó la coartada para echar a Comey en la fiscalía, a la que requirió que elaborara informes sobre el comportamiento del director del FBI con Hillary Clinton. El fiscal general Jeff Sessions, también relacionado con los rusos, no tuvo más remedio que inhibirse, pero su adjunto, el fiscal Rod Rosenstein, se vio forzado a entregar un informe que sirvió de base para la destitución, aunque luego, para compensar el daño en su prestigio, ha nombrado al fiscal especial que investigará la conexión rusa, en un gesto de enorme potencial amenazador para Trump.

Las actuales investigaciones, sean las de las comisiones parlamentarias, sea la del fiscal especial, versarán sobre tres interrogantes: ¿Hubo intervención rusa en la campaña electoral? ¿Hubo complicidades del equipo electoral de Trump e incluso de la Casa Blanca con el Gobierno ruso? ¿Ha habido obstrucción de la actuación de la justicia por parte del presidente? La primera pregunta ha obtenido ya una primera respuesta afirmativa por parte del exdirector de la CIA ­John Brennan. Sobre la segunda hay indicios abundantes e incluso pruebas de implicación de varios asesores del candidato Trump.

La destitución del presidente, si llegara a plantearse, versaría con toda probabilidad sobre la tercera pregunta, como ha sucedido en ocasiones anteriores. Cuando el presidente se halla bajo sospecha de actos delictivos e impropios, las acciones que terminan convirtiéndose en objeto de la destitución giran alrededor de los intentos de encubrimiento y de obstaculización de la acción de la justicia.

La tercera pregunta se complementa con una cuarta, que todavía no está encima de le mesa. ¿Qué negocios e intereses tienen Trump y su familia en Rusia? La ausencia de declaración de intereses y la opacidad de su declaración fiscal permite todo tipo de conjeturas, entre otras que el Krem­lin tenga pillados a los Trump por la técnica del kompromat o documento de chantaje comprometedor.

Trump es el mayor enemigo de Trump. Nadie ha aportado tantas pruebas y tan contundentes de sus intentos de obstaculización de la justicia y de sus abusos de poder como el propio presidente. No se ha desmentido tan solo a sí mismo, sino que ha desmentido a quienes intentaban defenderle. Sus primeras víctimas están en el equipo presidencial, empezando por los portavoces, sacrificados cada vez que ha sido necesario en el altar de su incompetencia.

El impeachment es altamente improbable, pero la bola de nieve solo ha empezado a rodar y está creciendo a toda velocidad. El caso se ha cobrado ya un buen puñado de víctimas, dentro y fuera de la Casa Blanca. Washington ha olido la sangre, como sucede cuando la jauría muerde a una presa, y ahora nada frenará una cacería que tiene en el punto de mira a este presidente inepto, volátil e imprudente.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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