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Tribuna
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Las barbas del vecino

Putin no quiere una nueva guerra fría, pero teme que la ‘primavera árabe’ se convierta en rusa

Lluís Bassets

El jueves por la noche, hoy se cumple una semana, tras una larga negociación, el acuerdo estaba al alcance de la mano. Los embajadores de los países del Consejo de Seguridad habían redactado un texto de consenso que fueron mandando a sus respectivas capitales. En la resolución había la dosis de dureza y de presión sobre el régimen de Bachar el Asad que exigía la sangrienta escalada represiva emprendida contra las protestas populares y, a la vez, la flexibilidad que requiere la apuesta por una salida negociada, tal como desean la mayoría de los países del entorno árabe y del propio Consejo de Seguridad.

La búsqueda del consenso se expresa con claridad en la exclusión explícita de una acción militar contenida en el proyecto de resolución. Nadie proponía repetir la experiencia de Libia. Tampoco se amenazaba con nuevas sanciones, tal como fue el caso de la resolución fracasada en octubre por el primer veto doble de China y Rusia. Había incluso una condena de toda la violencia, “venga de donde venga”, como suelen decir este tipo de textos. Y se evitaba toda apelación directa al dictador para que renuncie al poder, tal como quiere la oposición.

“Recomendaré el voto positivo”, le dijo el mismo jueves el embajador ruso ante Naciones Unidas, Vitaly Churkin, a su colega francés, Gérard Araud. “Al día siguiente [el viernes], fuimos testigos de un viraje de 180 grados”, ha explicado el propio Araud a Le Monde. Y añadía: “Después del voto, el sábado, Vitaly Churkin leyó sus instrucciones sin intentar ni siquiera argumentar. Sabía que habíamos llegado muy lejos en nuestras concesiones, algo inesperado para los rusos, cuyas líneas rojas habían sido respetadas”. En la votación, Rusia y China exhibieron de nuevo su derecho de veto, en una actuación que no se explica ni por el contenido de la resolución ni por los intereses que puedan exhibir las dos potencias protectoras de El Asad.

Moscú, que es quien lleva siempre la voz cantante, asegura que la resolución promueve un cambio de régimen y constituye una interferencia en la soberanía siria. Pero es difícil de creer, porque la propuesta se limita a aplaudir y citar, sin incorporarlas como propias, unas referencias siempre indirectas al Plan de Acción de la Liga Árabe y a su calendario. Este incluye, es cierto, la dimisión de El Asad, la formación de un Gobierno de unidad nacional y la convocatoria de elecciones libres, pero nada hay en el texto, a diferencia de lo que sucedió con Libia, que conduzca a la creación de una zona de protección aérea o a una acción armada para proteger a la población. Entre otras cosas, porque se trata de una mera declaración sin instrumentos de aplicación obligatoria ni plazos perentorios, cosa que solo se obtiene con el uso de la fuerza, excluido explícitamente. Para remachar el viraje, Rusia exigió en el último tramo de la negociación que se tratara por igual a las dos partes, como si fueran dos bandos armados violentos igualmente responsables de las matanzas.

 Putin no quiere una nueva guerra fría, pero teme que la ‘primavera árabe’ se convierta en rusa

La Liga Árabe, institución multilateral de inutilidad proverbial durante décadas, se ha convertido en un agente activo a partir de las revueltas árabes. Tuvo un notable protagonismo en las resoluciones sobre Libia y lo está teniendo en la crisis siria, sustituyendo así a otros países y formaciones internacionales. Sus movimientos son de gran cautela, porque debe contentar a la ciudadanía cada vez más activa y exigente de los países que ya están en transición y a la vez a las monarquías autocráticas. Con Siria ha intentado encontrar una vía propia de presión que conduzca a una transición pacífica y negociada, primero con inspecciones civiles para proteger a la población y después con este Plan de Acción que culmina con unas elecciones libres, las primeras en Siria si acaso llegan a celebrarse.

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Rusia y China han preferido atajar este camino, a pesar del daño que sufran en su imagen e incluso sus intereses en la región y en el conjunto del mundo emergente, donde vienen a sustituir a EE UU y a los europeos como apadrinadores de dictaduras. Ante sus dos vetos están los 13 votos de todo el resto del Consejo, en el que se sientan países como India, Sudáfrica o Pakistán.

La clave de su posición es interna. Cuando Moscú se abstuvo en la resolución sobre Libia todavía no estaba en marcha la primavera invernal que le están montando a Putin. Nada teme más un autócrata que la caída de otro autócrata. Su nariz de agente del KGB le conduce a remar en dirección contraria, al menos hasta salvar las elecciones presidenciales del 4 de marzo. No trata de defender posiciones geoestratégicas en una nueva guerra fría. No defiende grandes intereses económicos o armamentísticos. Todo es más sencillo. Teme a la democracia, al consenso mínimo de los ciudadanos que se necesita para gobernar. Pone a remojar sus barbas cuando ve que cortan las del vecino.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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