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La última batalla del hiperpresidente

Sarkozy, el niño prodigio de la derecha, intenta resistirse a una derrota electoral

SCIAMARELLA

Despreciado por las élites, alejado de las clases medias y rurales que le dieron masivamente su voto en 2007, y cada día más desesperado y confuso, Nicolas Sarkozy se dispone a vivir la batalla más exigente de su larga y proteica carrera política. Todos los datos e indicios señalan que el mediano estudiante que se convirtió en concejal de Neuilly-sur-Seine a los 23 años, se licenció como abogado a los 27, fue alcalde del pueblo más pijo de París desde los 28 hasta los 47 para convertirse en improbable ministro de Hacienda y rudo titular del Interior y reventar después el partido gaullista desde dentro para entrar en el patio del Elíseo haciendo jogging sobre el cadáver político de su viejo mentor, Jacques Chirac, se encuentra esta vez ante la última playa.

Los sondeos apenas dejan espacio a las dudas: Sarkozy, de 57 años, logrará pasar a la segunda vuelta el próximo domingo pero no podrá superar al socialista François Hollande, su opuesto psicológico y político, en la decisiva votación del 6 de mayo. Él, que si no otra cosa es un trabajador incansable, un narciso involuntario y un optimista irredento, y que muchas veces se levantó de la lona cuando parecía grogui, sigue pensando que el milagro es posible y asegura que ganará por un puñado de votos.

Hace unas semanas, al visitar una fábrica de lencería reciclada de la Francia profunda, Sarkozy fantaseaba abiertamente con la posibilidad de perder las elecciones y cambiar de oficio, y decía que no le importaría nada poder ir a buscar al colegio a su hija Giulia, el bebé nacido hace cuatro meses  mientras el presidente volaba a Fráncfort para pedir a Angela Merkel que le ayudara a no perder la triple A. 

Hoy, su jubilación parece cada vez más cercana. Cinco años después de seducir al 53% de los electores con su mensaje de ruptura con el estilo y el inmovilismo cuasi decimonónicos de los anteriores presidentes de la República francesa, Sarkozy ha batido todas las marcas de impopularidad registradas por un inquilino del Elíseo. Más del 60% de los franceses ya no confían en él, y aunque no todo está perdido y un 30% del electorado se dice dispuesto a votarle el 22 de abril, su gran problema es que muchos franceses ya no le pueden ni ver, literalmente, y apagan la televisión o la radio en cuanto aparece.

Este rechazo, que según Edwy Plenel, actual director del diario web Mediapart y antes de Le Monde, "es mucho más resentido y profundo entre las buenas familias conservadoras —que no le perdonan su falta de elegancia y cultura— que entre la gente corriente que se siente defraudada como votante", es en parte la consecuencia inevitable de la paradójica y excesiva personalidad de Sarkozy.

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El "híperpresidente" ha vivido este quinquenio rico en crisis personales, nacionales y mundiales, entre viajes y visitas, divorcios y bodas, insultos, escándalos y bautizos, plegarias atendidas y promesas no cumplidas, naufragios del euro y anuncios de salvamentos milagrosos desmentidos poco después por la realidad.

Algunos psicólogos han dicho que Sarkozy se comporta como un adolescente hiperactivo con déficit de atención. Philippe Ridet, el periodista de Le Monde que cubrió la campaña de 2007 y ha vuelto este año desde Roma para entrevistarle, resume su evolución así: "Dejé un preadolescente y he encontrado a un joven inmaduro".

Si Freud pensaba que todo está en la infancia, Sarkozy siempre ha dicho que su carácter actual quedó forjado por el abandono de su padre, Pal Nagy Bosca y Sarközy, un aristócrata húngaro que huyó de la invasión rusa y que tras instalarse en París y casarse con Andrée Mallah, una francesa hija de un judío sefardí converso, se abrevió el nombre y se fue de casa cuando Nicolas, el segundo de tres hermanos, tenía 5 años.

"Lo que soy ahora fue la suma de todas las humillaciones sufridas en mi infancia", ha afirmado el niño prodigio de la derecha francesa, como si su pasado fuera una novela de Dickens. y citando entre sus inseguridades su baja estatura -165 cm-, la supuesta falta de recursos de su familia -negada por su madre, que se puso a trabajar de abogada cuando el padre se fue-, y el resentimiento hacia el patriarca ausente.

El pequeño Nicolas, más bajito que sus hermanos, empezó pronto a usar con su hermano mayor, Guillaume, una frase que luego se cansarían de oír sus correligionarios y rivales políticos: "¡Tú no me das miedo!". Su decidido e inaprensible carácter, sin embargo, no sirve para explicar del todo el desencanto que su mandato ha producido entre sus compatriotas. Según Yasmina Reza, la dramaturga que persiguió al entonces flamante presidente de la UMP durante su primera campaña para el libro El alba la tarde o la noche, es un personaje demasiado paradójico como para encasillarlo: "Es narcisista y egocéntrico, pero nunca le ves leer lo que los periódicos publican sobre él", ha dicho. "Y es absurdo intentar reducirlo a una faceta. Puede ser tierno y atento, es inteligente y competente pero también muchas de las cosas de las que le acusan. Es un tipo multifacético".

Demasiado, quizá. Uno de los reproches más usuales entre sus detractores es su inconsistencia al pasar de las palabras a los actos, el defecto de querer abarcar mucho y apretar poco. Y no parece mal resumen de su mandato si se repasa el balance de lo prometido y lo hecho, justo lo que él intenta evitar a toda costa durante la campaña. Lo que anunció en su día como una ruptura absoluta ha quedado reducido a una sucesión de anuncios mediáticos y fuegos artificiales. Un arqueo desapasionado indica que Sarkozy ha realizado una mínima parte de las decenas de reformas prometidas, y lejos de mejorar el paro, la deuda y el déficit, fuera por culpa de la crisis o por su afición a gobernar a golpe de sondeos, ha dejado la economía y las cuentas mucho peor de lo que estaban, sucumbiendo finalmente a la misma maldición de Mitterrand y Chirac, que según él "se momificaron" en el Elíseo y aplazaron las transformaciones que necesitaba el país.

La ruptura institucional y de estilo sí se ha producido. Sarkozy ha gobernado de forma 'omnipresidencial', recortando cuanto ha podido los poderes que sus antecesores delegaban en el Gobierno, el primer ministro y el Parlamento. Siempre en primera línea, siempre dando la cara -eso no se lo niegan ni sus enemigos-, acaparando las regalías presidenciales y muchas otras parcelas de poder, ha atrapado al mismo tiempo la atención de The Economist y de las revistas del corazón. "Su obsesión por no apoltronarse le llevó a dirigir el Elíseo como si fuera una empresa", recuerda Ridet. "Competencia entre los asesores, reunión diaria de dirección a las 8.30, y todas las ideas salen de él y vuelven a él".

Como ha escrito en 2008 el analista Olivier Mongin, Sarkozy ha usurpado "tres papeles de éxito social a la vez: entrenador, presentador de televisión y jefe de empresa estatal". Su visión hipermediática del poder ha sido rompedora, pero según Ridet, "al querer despojarse de los oropeles del poder, se privó de los símbolos que le protegían, como un airbag, a él y a la función". Y así fue posible asistir, por ejemplo, a aquel altercado inédito, en la Feria de la Agricultura, cuando un hombre le negó el saludo y Sarkozy le espetó: "Entonces lárgate, pobre capullo".

Sarkozy ha mezclado sin pudor, como Silvio Berlusconi, la vida pública con su vida privada. El Elíseo ha comentado al mismo nivel sus tempestuosas relaciones con su exmujer Cécilia Ciganer, su romance con Carla Bruni o la firma de un acuerdo de Defensa con el Reino Unido, convirtiendo a la institución en una caricatura y al estilo natural en un bumerán. Pero seguramente la mayor deuda que anotará la historia en la cuenta del presidente saliente es la ausencia de una verdadera ruptura política: a pesar de las promesas liberalizadoras entonadas a su llegada al Elíseo, la prometida cesura con el viejo "gaullismo-comunismo" ha acabado en palmario gatillazo.

Pasar la jubilación de los 60 años a los 62, reformar la universidad para que se financie de modo autónomo, imponer la no sustitución de uno de cada dos funcionarios retirados y reducir 80.000 profesores y alejar a la educación nacional de las ideas de Mayo del 68 son sus grandes "logros". Parece poca cosa para el hombre-providencia que prometió dinamizar e impulsar al país hacia el futuro.

Hoy, solo sus amigos de siempre, la heteróclita corte de millonarios, policías, asesores, abogados y actores residentes en la pija Neuilly, que festejan sus cumpleaños oyendo cantar a Johnny Halliday, siguen creyendo en él. Sarkozy dispone, todavía, de su carisma y sus "valores": la campaña ha mostrado que una parte de la opinión pública todavía le sigue cuando agita las banderas de la seguridad y la inmigración. Pero esta parece su única ventaja sobre Hollande. Sin credibilidad ni ideas nuevas, incluso él sabe que esta vez le va a costar muchísimo convencer otra vez a sus paisanos de que es el hombre que necesitan.

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