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China: ni tolerancia ni injerencia

En dos meses Pekín ha sacado a dos ciudadanos del refugio en sedes de EE UU

El abogado Chen Guangcheng (centro), acompañado por el embajador de EE UU, Gary Locke (derecha).
El abogado Chen Guangcheng (centro), acompañado por el embajador de EE UU, Gary Locke (derecha).US Embassy Beijing Press Office (EFE)

China no está dispuesta a consentir ni a Estados Unidos ni a ningún otro país que lo intente, una injerencia en sus asuntos internos, y para China la expresión “asuntos internos” abarca todo lo que tiene que ver con su política y sus ciudadanos. De ahí, la dureza con que ha exigido a Washington la entrega de las dos personas que en los últimos dos meses han tratado de refugiarse en las sedes diplomáticas estadounidenses: el disidente ciego Chen Guangchengen en la Embajada en Pekín, y en el consulado de EE UU en Chendu, Wang Lijun, antiguo jefe de policía de Chongqing y ex brazo derecho de Bo Xilai, exjefe del Partido Comunista Chino en esa municipalidad con 30 millones de habitantes.

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El afianzamiento de China como potencia del siglo XXI ha apuntalado su “tolerancia cero” a las críticas públicas provenientes del exterior y mucho más si de esas críticas se deriva algo que las autoridades chinas consideran que les hace perder la cara. La insistencia de Occidente en que el Gobierno chino respete los derechos humanos es uno de los reproches que más molesta, como puso en evidencia la concesión en 2010 del Premio Nobel de la Paz al disidente encarcelado Liu Xiaobo o las invitaciones para exposiciones internacionales del artista disidente Ai Weiwei.

La susceptibilidad es mucho mayor en este periodo en que China está empeñada en un delicado proceso de cambio de su liderazgo. El próximo otoño se celebra el XVIII Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh), en el que Hu Jintao y Wen Jiabao dejarán sus puestos en la cúpula del mismo y, seis meses después, en la jefatura del Estado y del Gobierno.

El Gobierno chino no hizo la más mínima declaración sobre la supuesta petición de asilo de Wang, quien se refugió en el consulado estadounidense aduciendo amenazas de muerte. En cuanto a Chen, guardó un absoluto silencio hasta que el activista volvió el miércoles a pisar suelo chino tras seis días en la legación estadounidense. El portavoz del Ministerio de Exteriores, Liu Weimin, aseguró que había sido “una injerencia inaceptable en los asuntos internos de China” y exigió al Gobierno de EE UU “que se disculpe” por haber permitido la entrada de un ciudadano en su Embajada “por medios irregulares”. Liu reconoció que “China está muy molesta por este incidente”.

Aunque todo son conjeturas sobre el refugio de Wang Lijun, lo único claro es que no llegó a permanecer en el consulado ni 48 horas. Los diplomáticos norteamericanos le convencieron de que se entregara a agentes del Gobierno central, que se lo llevaron a un paradero desconocido. Distintos analistas sostienen que Wang lavó la “ropa sucia” de Chongqing en el consulado, lo que originó no solo la caída de Bo Xilai —quien se postulaba para entrar este otoño en el máximo órgano de poder del PCCh, el Comité Permanente del Buró Político—, sino también el arresto de su esposa, Gu Kailai, ahora detenida como sospechosa del asesinato del hombre de negocios británico Neil Heywood. Pero sobre todo, Wang desató un enorme malestar en Pekín por involucrar a EE UU en un asunto turbio que afectaba al liderazgo del PCCh y a las distintas facciones que se disputan el poder dentro del partido.

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EE UU y China ya vivieron en 1989 su mayor crisis desde el restablecimiento, diez años antes, de las relaciones diplomáticas bilaterales. Al día siguiente de la matanza de Tiananmen, en la madrugada del 4 de junio, el astrofísico y disidente Fang Lizhi se refugió, junto con su familia, en la Embajada estadounidense en Pekín y pidió asilo político. Según el viejo halcón de la diplomacia norteamericana Henry Kissinger, el incidente se convirtió en el “símbolo de la división entre Estados Unidos y China”.

El entonces presidente George H. W. Bush trató por todos los medios de evitar que el enfriamiento de las relaciones entre los dos países llegara a la congelación, pero Deng Xiaoping, el anciano dirigente que gobernaba China tras la cortina de bambú, no le dio facilidades. Aupado en la reforma económica y en necesidad de levantar el Imperio del Centro de la postración en que lo habían colocado las potencias occidentales, Deng rechazó todo acuerdo con la Casa Blanca que no pasara por la entrega del “traidor”. Hasta pasado un año, junio de 1990, Fang no logró salir de la embajada para iniciar su exilio y, según reveló él mismo en 2011 (falleció en abril pasado), se requirió una tercera parte —Japón— para mediar en el conflicto. El Gobierno japonés “se comprometió a reanudar el programa de créditos a China”, suspendido tras Tiananmen.

El caso Fang se resolvió muy posiblemente —como han puesto en evidencia los casos de Wang y Chen— con el compromiso expreso de ambos Gobiernos de que no volverían a permitir la utilización de las sedes diplomáticas para la concesión de asilo. EE UU, de acuerdo con su política, ha seguido prestando un cierto apoyo a la disidencia china y ha conseguido sacar del país a algunos de sus principales representantes, como el activista demócrata Wei Jingseng, la activista de la minoría uigur Rebiya Kadeer y el dirigente estudiantil de Tiananmen Wang Dan. Todo apunta a que, por el momento, Chen y su familia lo van a tener difícil.

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