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Romney apuesta su victoria a la decepción con Obama

El candidato ha sido incapaz de establecer el vínculo emocional que se le reclama al presidente de EE UU

Antonio Caño

Mitt Romney no ha conseguido hacer avanzar su causa en la mejor ocasión que ha tenido hasta ahora para conseguirlo. La convención republicana de Tampa concluyó sin darle a su candidatura el empujón que ansiosamente necesitaba y que un acontecimiento como este debe facilitar. Su discurso de clausura, en la noche del jueves, enfatizó lo obvio, que él no es Barack Obama, con la esperanza de que la decepción con el presidente sea tan grande que lo aúpe, sin más, a la Casa Blanca. Pero perdió una gran oportunidad de destacar su propia figura y sus virtudes.

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El Romney que sale de Tampa es, más o menos, el mismo que llegó a esta ciudad: un experimentado hombre de negocios, con fama de arreglar situaciones difíciles –nunca la organización de una Juegos Olímpicos han dado semejante rentabilidad-, pero incapacitado para establecer el tipo de vínculo emocional que se le reclama a un presidente de este país. Él mismo reconoció en su intervención que “necesitan saber más sobre mí y hacia donde quiero conducir nuestro país”. Pero, después, no fue capaz de satisfacer esa curiosidad.

Fue el mismo Romney de siempre, a medio camino de todo. No fue el discurso de un conservador como el que le acompaña en su candidatura –no manifestó posiciones extremas ni sobre el déficit ni sobre el aborto ni sobre Obama-, pero tampoco el discurso de un centrista, en el sentido de que lanzara cabos a los que pudieran agarrarse gustosamente independientes o demócratas moderados.

Romney se presentó como el hombre que viene a corregir los daños causados por Obama –“no por mala intención, sino porque no sabe cómo funciona la economía,”- y a bajar al país a su realidad económica después de cuatro años de oratoria abundante y promesas incumplidas. Es un reparador, no un visionario.

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Contemplado así, podría resultar muy conveniente para un país hundido en la deuda y sin energía para crecer al ritmo adecuado. Sin duda, lo sería si esto fuera United States Corporation. Pero una nación es algo distinto, y ese es el salto que Romney no acaba de dar.

En Tampa dibujó perfectamente su perfil profesional. “He aprendido, a través de mi experiencia, las lecciones verdaderas sobre cómo funciona este país. A los 34 años fundé un negocio que se ha convertido en un gran éxito”, dijo. Pero no consiguió establecer su perfil personal. Habló de su padre, George, gobernador de Michigan y también aspirante a la presidencia, de su mujer, Ann, de su familia, de su religión, de su amor por este país, por la idea que representa. En fin, cumplió el guión requerido en un discurso de esta trascendencia. Pero ninguna parte de ese relato causó impacto, ni creó ese sentido de proximidad que el electorado norteamericano reclama. Los ciudadanos de este país buscan en el presidente un reflejo de ellos mismos.

Romney perdió una gran oportunidad de destacar su propia figura y sus virtudes

Con este discurso, Romney dejó todas sus esperanzas de victoria depositadas en la posibilidad de que la mayoría de los estadounidenses despierten de una vez del sueño de Obama y comprendan hasta qué punto cuatro años más de esa aventura puede perjudicarles. Lo hizo, casi implorándolo, desde el reconocimiento de que Obama fue en un tiempo un hombre muy popular, pero insistiendo en que había roto sus promesas.

“Hoy, cuatro años después de la emoción de las últimas elecciones, por primera vez, la mayoría de los norteamericanos dudan de que nuestros hijos tengan un futuro mejor. Eso no es lo que se nos prometió”, afirmó. “A mí me hubiera gustado que el presidente Obama hubiera triunfado”, añadió, “pero sus promesas han dado paso a la decepción y a la división”.

El Partido Republicano ha conseguido exhibir  mayor diversidad de raza, de género y de ideas

“Estados Unidos ha sido paciente con él”, aseguró. “Los norteamericanos le han apoyado de buen fe. Pero ha llegado la hora de pasar la página”. ¿Hacia donde?, cabía preguntarle. Hacia la realidad, hacia este hombre menos brillante pero más eficaz, fue su respuesta. “El presidente Obama prometió detener las mareas de los océanos y sanar el planeta. Mi promesa es ayudarles a ustedes y a sus familias”, dijo, en su más afortunada frase de la noche.

Tras sus palabras, cayeron los tradicionales globos con los colores de la bandera norteamericana y un sacerdote leyó la oración de despedida. Terminaba la convención de Tampa. Estos acontecimientos son útiles, sobre todo para el partido que está en la oposición, porque le dan una visibilidad de la que habitualmente se beneficia más el partido en el poder. El Partido Republicano ha conseguido algunas cosas aquí. La principal, exhibir cierta mayor diversidad de raza, de género y de ideas de lo que había hecho hasta ahora. La intervención de Condoleezza Rice, la exsecretaria de Estado de George Bush, contribuyó mucho a rescatar la imagen de un conservadurismo más generoso e integrador. Suyo fue el mejor discurso de la semana. Pero el triunfador, quien se ganó el corazón de los delegados fue el candidato a la vicepresidencia, Paul Ryan. Con el permiso, por supuesto, de Clint Eastwood.

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