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El Papa que se bajó de la cruz

Hoy se cumple un año de la histórica renuncia de Benedicto XVI Joseph Ratzinger no ha impuesto sus criterios a su sucesor

Juan Pablo II (derecha) besa la cruz que le ofrece el entonces cardenal Joseph Ratzinger.
Juan Pablo II (derecha) besa la cruz que le ofrece el entonces cardenal Joseph Ratzinger. EFE

Hay en la sede de la asociación de la prensa extranjera en Roma una fotografía tomada durante la Pascua de 2004, en la que Juan Pablo II, ya visiblemente enfermo, intenta besar el crucifijo que sostiene en sus manos el entonces cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe —la antigua Santa Inquisición—. El papa polaco, que había llegado a la silla de Pedro en 1978, aún viviría un año más de terrible agonía, presenciada tan de cerca como en la foto por el cardenal Ratzinger, quien, en 2010, cinco años después de convertirse en Benedicto XVI, declararía al periodista Peter Seewald: “Cuando un Papa llega a la clara conciencia de no ser más capaz física, mental y espiritualmente de desarrollar el cargo que le ha sido encomendado, entonces tiene el derecho, y en algunas circunstancias también el deber, de renunciar”.

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Aquel aviso para navegantes, incluido en el libro-entrevista Luz del mundo, no fue suficientemente ponderado hasta que, a las 11.40 del día 11 de febrero de 2013, Benedicto XVI se dirigió en latín a los cardenales reunidos en consistorio ordinario en el Vaticano: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma”.

La noticia bomba —el último pontífice en renunciar había sido Celestino V allá por 1294— fue enseguida achacada a la difícil situación que Benedicto XVI había vivido en los últimos meses, en los que el Vaticano había aparecido a los ojos del mundo como el escenario de luchas de poder de las distintas facciones. El robo y posterior difusión de la correspondencia secreta de Joseph Ratzinger —por los que fue detenido y condenado su ayuda de cámara, Paolo Gabriel, su hasta entonces fiel Paoletto— había dejado claro que Benedicto XVI era efectivamente el “pastor rodeado por lobos” que describió L’ Osservatore romano. Un anciano de 86 años sin fuerzas ni carácter para emprender las batallas urgentes —lucha contra la pederastia, reforma de una curia envenenada— que necesitaba una Iglesia cada vez más apartada de los fieles. La renuncia fue el grito de un hombre que jamás había levantado la voz.

Los días que siguieron al anuncio fueron planificados por Ratzinger milimétricamente. No solo la secuencia cinematográfica en la que, a las cinco de la tarde del día 28 de febrero, bajo el tañer de todas las campanas de Roma, un helicóptero lo trasladó desde el Vaticano hasta la residencia de Castel Gandolfo, donde dejó de ser Papa tres horas después. También calculó Joseph Ratzinger sus cuidados mensajes de despedida —habló del sufrimiento y la corrupción que golpean la Iglesia, del diablo infiltrado para destruir la obra de Dios— y hasta su silencio posterior. Dijo que se apartaría del mundo y, en buena medida, lo ha hecho. Siguió vistiendo de blanco y viviendo en el Vaticano, pero su presencia —lejos de los que algunos temían—no ha llegado en ningún momento a importunar a su sucesor. Según monseñor George Gaenswein, quien fuera su secretario personal y ahora acompaña al papa Francisco como prefecto de la Casa Pontificia, Benedicto XVI nunca se arrepintió de su decisión. Decidió bajarse de la cruz antes de permitir, como el Juan Pablo II de la fotografía, que la televisión ofreciese su calvario en directo.

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