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Tribuna
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La operación, un éxito, pero el enfermo se murió

El primer balance de una semana de bombardeos de la OTAN contra Yugoslavia pone de manifiesto que las bombas y misiles han conseguido, hasta ahora, lo contrario de lo que se pretendía. El hombre malo de Belgrado, el presidente Slobodan Milosevic, parece más fortalecido que antes del ataque. Las bombas han borrado del mapa la ya de por sí exigua oposición política serbia. Se han frenado casi en seco los intentos de ruptura de Montenegro con Milosevic. Y lo más grave: se ha acelerado la catástrofe humanitaria en Kosovo hasta dimensiones todavía desconocidas por la ausencia de observadores neutrales y de prensa internacional sobre el terreno.No cabe duda del éxito de los bombardeos y de su precisión. La OTAN tiene motivos para sentirse orgullosa de su excelente tecnología y puede mostrar todas las tardes en Bruselas fotografías y vídeos que corroboran el éxito militar de la Operación Fuerza Decidida. Al mismo tiempo, las imágenes de los kosovares que huyen de las matanzas; las noticias horribles que llegan de Kosovo, y los jóvenes de Belgrado reunidos en la plaza central de la capital yugoslava y bailando rock junto a personajes de la calaña de Arkan, que mandaba bandas de paramilitares asesinos durante la guerra de Bosnia, expresan de forma palpable el desastre político de la operación en esta primera semana.

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Todo parece indicar que ha sido peor el remedio que la enfermedad, o que la operación ha sido un éxito, pero el paciente se murió. Lo peor de todo es que la dirección política de los países de la OTAN transmite una sensación de una carencia de respuesta a preguntas obvias. En vísperas de los bombardeos, con un optimismo rayano en la irresponsabilidad, que les llevaba a confundir los deseos con la realidad, diplomáticos y políticos occidentales se mostraban casi convencidos de que Milosevic cedería ante la amenaza del ataque de la OTAN y estamparía su firma sobre el acuerdo de Rambouillet. Después, ese optimismo incorregible llevó a creer que cedería ante las primeras bombas. Nada de esto ha sucedido. El debate sobre el envío de tropas de tierra está servido, aunque todos los políticos de la OTAN huyan del tema como el demonio del agua bendita.

Antes del inicio de los ataques, la lógica más elemental obligaba a preguntar: ¿y tras las bombas, qué? Por parte de Serbia, la respuesta estaba dada: aniquilar a los terroristas kosovares. Así lo habían anunciado los mandos del Ejército de Yugoslavia. De sobra se sabe que, al definir un terrorista kosovar, los serbios aplican amplios criterios. Soldados y bandas de paramilitares asesinos se han puesto de inmediato manos a una obra que parece reunir todas las características de una limpieza étnica y aplicar en Kosovo una política de tierra calcinada. Los kosovares se han convertido en un pueblo de nómadas fugitivos o han quedado como rehenes para servir incluso de escudos humanos.

Lo peor de todo es que ésta es una catástrofe anunciada. Los políticos y muchos medios de comunicación occidentales presentaban a Milosevic como un dictador sanguinario y sin escrúpulos. Ahora se rasgan las vestiduras ante una respuesta de Milosevic que no hace más que confirmar la imagen que habían pintado de él. Una de dos: o los dirigentes de la OTAN no se creían lo que decían de Milosevic o se han lanzado a una aventura que puede concluir como pronosticaban los duros de Belgrado, con los Balcanes convertidos en un Vietnam en medio de Europa.

En esta primera semana de ataques, la factura más gorda la han pagado los kosovares, y después, los serbios de a pie, que sufren las consecuencias de la política de Milosevic y su camarilla. Las bombas han borrado las diferencias entre el régimen y la oposición hasta extremos casi perversos. Los estudiantes, que hace dos años se manifestaron durante más de tres meses contra Milosevic por el fraude en las elecciones municipales, ahora lo hacen contra la OTAN. Los políticos de oposición se mesan los cabellos de desesperación y no creen ni por lo más remoto que en Serbia se pueda repetir lo que ocurrió en Argentina, cuando la derrota de las Malvinas trajo la caída de la dictadura. Para los políticos de Kosovo, las cosas vienen peor y alguno lo ha pagado ya con la vida.

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Un repaso a la historia no habría venido mal estos días a más de uno. Serbia se opuso al Imperio Austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial, a la Alemania nazi en la Segunda y resistió al estalinismo durante las más de cuatro décadas de dictadura de Tito. En su fuero interno, Milosevic se siente heredero de esta tradición y ahora se considera llamado a continuarla en su resistencia contra la OTAN. Este sentimiento nacionalista, espurio o auténtico, está extendido en la mentalidad colectiva de Serbia, forma parte de su acervo cultural.

Tampoco conviene olvidar la referencia histórica que marcó el inicio de la ascensión política de Milosevic hace poco más de 10 años, cuando la conmemoración del 600º aniversario de la batalla de Kosovo en 1389 contra los turcos. Los serbios celebran en esa fecha sagrada el aniversario de una derrota frente al Imperio Otomano. Milosevic, en sus delirios, no parece tener inconveniente en asumir la derrota contra el imperio otánico. El precio en vidas sería tremendo. Contemplarlo desde el aire o constatar sobre los mapas de Bruselas el genocidio del pueblo kosovar sería algo repugnante e insoportable para cualquier conciencia decente. Habría llegado la hora de bajarse de los aviones y echar pie a tierra.

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